Por José Ramón Díaz-Torremocha
(Conferencias de San Vicente de Paúl en Guadalajara)
“…El Evangelio no puede penetrar profundamente en las conciencias, en la vida y en el trabajo de un pueblo sin la presencia activa de los seglares” [1]
El párrafo que antecede a estas líneas y que como se señala en la nota al pie está tomado de uno de los Decretos del Concilio Vaticano II, nos llama especialmente a los seglares, a los bautizados, a colaborar con los Pastores en las tareas de Evangelización, de llevar el Evangelio, la Buena Nueva, a aquellos que no la conocen.
A lo largo de la Historia, con más frecuencia de la que hubiera sido deseable, se ha considerado la Evangelización, el llevar la Buena Nueva, como una obligación exclusiva de los consagrados y en particular, casi fundamentalmente, de los Presbíteros.
Desde hace años, sin embargo, a partir del Concilio Vaticano II, cada día se es más consciente por parte de todos los que formamos parte de la Santa Iglesia, que también todos somos necesarios y estamos obligados a proclamar el Evangelio. El Papa Francisco, nos lo recuerda en la "Evangelii Gadium": "Es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin temor y sin miedo" .
Una proclamación sin pulpito, sin ambón, discurriendo en la sencillez de la vida diaria y sin discursos pretendidamente apologéticos: con la normalidad de quien cree firmemente en lo que está contando. Quien lo vive e intenta hacerlo suyo. Quien lo comenta con un amigo querido, queriendo trasladarle su mejor regalo, su mejor experiencia.
Y al pensar en este traslado al amigo para compartir con él lo mejor de nosotros mismos, nuestra experiencia de Fe, pienso siempre en el campo inmenso que para este apostolado, tenemos cada uno de los que no siempre con razón, no siempre viviendo su exigencia, nos proclamamos cristianos o católicos.
Sé bien que, con cuánta frecuencia, cuando pretendemos ayudar a alguien que lo necesita, terminamos convirtiéndonos en meros repartidores de alimentos, dinero o cualquier otra clase de ayuda casi exclusivamente material. Que olvidamos el contacto personal con el que sufre como nos exige el Evangelio y que debía ser nuestro principal carisma. El carisma de todo buen cristiano o todo buen católico. De todo buen consocio vicentino que quiera ser seguidor de San Vicente y de los fundadores de las Conferencias de San Vicente, pues ese contacto personal con el que sufre, es el carisma característico de las Conferencias.
La Regla de las Conferencias de San Vicente, en su artículo 1.9 al referirse a nuestro contacto con los que sufren, nos recuerda: "Los vicentinos se esfuerzan en establecer relaciones que se basen en la confianza y en la amistad. Conscientes de su propia fragilidad y debilidad - la de cada uno de nosotros - sus corazones laten al unísono con el de los pobres. No juzgan a los que sirven. Por el contrario, tratan de comprenderlos como a un hermano" .
Todos los bautizados, como he indicado más arriba, tenemos la obligación de llevar la Buena Nueva. Algunos, sumergidos solo en los trabajos y obligaciones diarias, podríamos encontrar la falsa justificación de ¿a quién hablar de Jesús? ¿A quién transmitir su personal y gozosa experiencia de Fe? Nunca falta a quién en las Conferencias especialmente con aquellos a los que nos acercamos o se acercan a nosotros, todos tienen muy claro que somos un grupo de Iglesia. Un grupo de católicos. No les extrañará nada que hablemos con normalidad y naturalidad de nuestra Fe y de lo que ella nos aporta. La extrañeza vendría de lo contrario: de ocultar la Fe que nos mueve y nos conmueve.
Hace años y durante una visita a una familia a la que ayudaba una determinada Conferencia, presencié la petición de la familia para hablar "un poco" dijeron, de Dios. Así lo hicieron los consocios a los que acompañaba, los que un poco avergonzados al salir, me contaron que no se habían decidido a hacerlo nunca, para no molestarlos.(sic). ¡Sin embargo ellos lo estaban esperando!
No se trata, lo he indicado ya más arriba, pero conviene repetirlo, que cada consocio prepare una "homilía" para cada visita. No es, ni debe ser, nuestra aspiración pretender sustituir o constituirnos en sacerdotes. Sería espantoso, peligroso y una presunción banal. Sólo se trata de dejar entrar a Cristo como uno más entre nosotros y por lo tanto, manifestar lo que Él significa de importante en nuestras vidas. Sin forzar situaciones que tampoco serían lógicas, ni incluso bien recibidas. Sólo aprovechar el traslado de nuestras propias experiencias religiosas, cuando la ocasión se presente.
Volvamos de nuevo al Papa Francisco en la "Evangelii gaudium":
"La actividad misionera representa aún hoy día el mayor desafío para la Iglesia y la causa misionera debe ser la primera" .
Que María, primera evangelizadora, nos ayude a cada consocio a saber poner a Cristo en nuestras conversaciones, con la frecuencia que el mundo necesita.
José Ramón Díaz-Torremocha
de las Conferencias de San Vicente de Paúl en Guadalajara
1 Decreto sobre la Actividad Misionera de la Iglesia, 21a , Concilio Vaticano II



En noviembre la oficina de Transparencia del Obispado y la Administración diocesana informaron del tema de la economía y la necesidad de formalizar las cuentas de las cofradías y el uso de las limosnas que se reciben de los fieles y miembros de las cofradías.

Queridos, hermanos todos en el Señor: ¡Qué gozo la nieve caída los días pasados! Hasta ahora, a pesar de las grandes nevadas en muchos lugares de España, aquí sólo caía una finísima capa de nieve. Ante la penuria de agua, sólo pedíamos con el salmista: “Lávame: quedaré más blanco que la nieve” (Sal 50, 9b). Ahora la espesa capa de nieve, el paisaje oculto por el manto blanco, es como si el Señor nos respondiese: “Voy a crear en tí un corazón puro, te voy a renovar por dentro con espíritu firme” (Cf. Sal 50, 12). Ya no va a ser un lavado superficial. Si Le dejamos, nos va a transformar desde dentro, como solo Él, nuestro Padre y Creador, puede hacer. Como telón de fondo de este temporal, tenemos la reciente solemnidad de la Presentación de Jesús en el Templo, celebración de la Vida Consagrada, un momento privilegiado para renovar nuestra entrega al Señor. Y acción de gracias por el gran don que es vivir sólo para Él. También, esta tarde es una oportunidad, para agradecer todos juntos, la llamada que hemos recibido en el Bautismo a participar de la vida divina: “Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Lv 19, 1).
El contrapunto, al entusiasmo producido por los paisajes nevados, lo vivimos en la proclamación diaria de la Regla de san Benito. Desde el pasado 25 de enero, día de la Conversión de san Pablo, estamos escuchando el capítulo séptimo de la Regla: “De la humildad”. El sábado, escuchamos el sexto grado de humildad, creemos que menos conocido, pero de gran ayuda para situarnos en nuestro sitio de criaturas: “El sexto grado de humildad consiste en que el monje se contente con las cosas más viles y abyectas, y se considere como obrero inepto e indigno para cuanto se le mande, diciéndose a sí mismo con el profeta: He quedado reducido a la nada; me he convertido en una especie de jumento en tu presencia, pero siempre estoy contigo”. Vivir nuestra vida con esta sabiduría, nos permite vivir con libertad, sin esclavitudes que terminan por asfixiarnos. Tal vez este pequeño párrafo pueda servirnos de reflexión para iniciar la Cuaresma. 












