Por Juan Pablo Mañueco
(escritor y periodista)
Hoy, desde esta espesura
del mundo y sus trabajos y fatigas
de eterna noche oscura,
la luz ya la persigas
y el viaje desde tu alma lo prosigas.
Dejaste las intrigas
del orbe y retornaste hasta la altura
de las altas cuadrigas,
donde vive la pura
y bella voz que vida la asegura.
Y todos cuantos vamos
aún en los misterios meditando,
contigo nos sintamos
que estás peregrinando
al lugar que estos versos miro y mando.
Ha llegado hoy tu cuándo,
y muchos lo sufrimos y sintamos
llorando llanto blando,
y en ti que aún pensamos
y en las cosas que ayer no más hablamos.
Amigo que falleces
pero aún con nosotros estás vivo,
en mente permaneces
en tanto que te escribo
y me dejas sin ti tan pensativo.
Ya viento fugitivo
a esta en recuerdo línea amaneces,
por tuya la concibo
pues sé que la mereces,
y en ella para siempre te estableces.
Oh, bosques y caminos
que veis a su alma queda ya ir llegando,
mostradle repentinos
los versos que le expando
de parte evocación que le estoy dando.
Mi corazón helando
memora sus comienzos campesinos,
y el hoy desalentando
se vuela hacia los pinos
del soriano campo en enfriados trinos.
Aún yo le llamara
como otras tardes, a eso de las siete,
y asiento me buscara
en silla que hoy se agriete
sin ti y tu diligencia, que se aquiete.
El dolor me asaete
al saber que ya nunca más llegara
tu alegría, que objete
lo malo que pasara
que nunca tu actitud lo reflejara.
No es justo ni parezca
que la herida que aquí dejas al irte
sentido alguno ofrezca.
Quisiera aun reunirte
y quedar como siempre y recibirte
La puerta entreabirte
y sentir de la calle el aire helado,
y luego despedirte
con un -ya no arribado-
“hasta mañana”, al pronto agonizado.
Adiós ya no escuchado
que nunca más podré hablar y decirte,
pero que aquí he dejado
y puedo repetirte
las líneas de arriba que escribirte.
Dormido ayer estabas
y nada sospechar aún tu viaje
hacía. Pero entrabas
ligero de equipaje
en distinto lugar y otro paraje.
Este verso agasaje
tu vida, tu trabajo; pues llevabas
entre dolor encaje
y no lo mostrabas.
No es justo te amortaje, si alegrabas.
Adiós, que la he sentido
cual si tu ausencia fuera igual partida
de algo tan muy unido
a mi existencia y vida
que estés siempre a ella misma entera unida.
Pero aún no despida
ni tu rostro, tu vista, ni tu oído,
pues siendo recorrida
cada calle y sonido,
creeré lo hago en ti. Sin que haya olvido.
Volverá tu sonrisa
a sonreírme, acento de tus tardes,
e incluso más precisa
señal en que resguardes
la memoria que, aun hoy, aquí la guardes.
Quisiera sobretardes
nuevas que anochecieran, por divisa
tuya, e igual tus alardes
de paciencia precisa
por sobrellevar vida que no avisa.
A las nuevas veladas
de otros días, como antaño lo hice,
te solicito. Ajadas
serán, sin tu matice.
Nada relevo tuyo realice.



Al salir de Ein Gev, en Galilea, revolvimos Roma con Santiago, porque una peregrina nos decía que le habían sustraído el bolso con el dinero y la documentación, por lo que deberíamos acudir en Jerusalén al Consulado español a solicitar un pase para el retorno. Durante todo el día llamábamos y escribíamos al Kibutz en que nos habíamos hospedado, para que buscaran por todas partes el bolso, pero la respuesta era siempre la misma: “No encontramos nada”. Al llegar a Jerusalén y vaciar el maletero, allí estaba el bolso, y se nos quitó el peso de encima, y elevamos la acción de gracias.
Por José Ramón Díaz-Torremocha
Vivir en “Acción de Gracias”, en alabanza, es una de las cosas en que más nos ha insistido el padre jesuita que nos ha predicado los ejercicios. “Por la gracia de Dios soy lo que soy” (1ª Co 15, 10), dice san Pablo. Nuestra vida es un regalo, disfrutamos del don de la fe. Hoy mismo, desde que nos hemos levantado, el Señor ha tenido con nosotros muchos detalles que nos parecen normales. Sin embargo, no es así, ya que la mayor parte de la humanidad no los han disfrutado: una cama acogedora, agua caliente, un buen desayuno, ropa … Cuando entramos en la dinámica del mundo, en la que es muy sencillo participar, incluso para nosotras, nos apropiamos de los dones que nos da el Señor, y nuestra vida se desquicia. Cuando todo lo que es don y gracia lo desvinculamos de Dios, que es el Sumo Bien, perdemos la referencia de nuestra realidad, de la verdad de nuestra vida: somos criaturas de Dios. Nos ocurre lo mismo que al fariseo de la parábola del Publicano y el Fariseo (Lc 18, 9-14): no vive su comportamiento moral como don y su corazón se llena de orgullo, juicios y desprecio. 












