José Ramón Díaz-Torremocha

(Conferencias de San Vicente en Guadalajara)

 

 

He tenido una gran suerte durante mi vida en las Conferencias, pues siempre me han contado historias preciosas y hasta algunas puede que las haya vivido de cerca. Ya entenderá el buen amigo lector, que por pudor, oculte cuáles son las unas y cuáles las otras. Unas historias de entrega y renuncia incluso a lo más legítimo, otras de verdaderas heroicidades. Siempre me gusta más contar las primeras. Ésta que sigue es una de ellas. De las bonitas. Creo que incluso un punto divertida. 

Visitaban dos consocios de una Conferencia de un barrio muy deprimido de Madrid, de los muchos que todavía existían en la década de los sesenta del siglo anterior, a dos amigos en necesidad. Era la típica casa de corredor, con el único servicio en común en el propio corredor al que daban las puertas de los ”cuartos”, como entonces se definían los pisos a veces con independencia de su extensión habitable. Éste al que me refiero, difícilmente alcanzaría los 30 metros cuadrados, en los que vivía un matrimonio entrado en años, pero desde luego en ningún caso ni mayores ni mucho menos viejos. 

Los dos consocios, uno de ellos, el mayor, al que trataban por respeto a su antigüedad en la Conferencia cómo Don Julián, era un modesto empleado de un Sindicato, perseguía cada sábado al resto de los que componían la Conferencia, para que tuvieran un rato de oración, de examen de conciencia de lo que hacían y servían “donde tomar fuerzas todos a una” decía. Los más jóvenes de la Conferencia, a veces con un poco de sarcasmo, cuando lo veían venir de lejos decían avisándose unos a otros: ¡cuidado que viene D´Artagnan  todos a una!  Había unas risas fáciles, frescas de gente joven y limpia,  y efectivamente, cuando les alcanzaba, ya en la proximidad de la Parroquia en la que se reunían a rezar un poco antes de la reunión de Conferencia, invariablemente, Don Julián decía mientras subía los cuatro escalones para acceder al Templo: “Muchachos ¡todos a una!” y encabezaba la pequeña procesión camino del Altar. Camino del Sagrario. A la Audiencia, pensaba uno de aquellos jóvenes que no concebía que visitaran al Señor: “al Señor se iba previa audiencia de Confesión” decía siempre un tanto campanudo para su edad, pues creo recordar que me contaban, que era el más joven de los consocios de la Conferencia. 

Fuera de estas anécdotas que incorporo para rodear el verdadero cuento, está éste: el cuento que es el que deseo transmitirles si la amabilidad, siempre la amabilidad que hemos de agradecer del lector, me lo permita. 

Entrando en la minúscula casa, vivienda de un matrimonio - recordaba mi amigo - en aquellos 30 metros, se encontraba a la derecha, justo detrás de la puerta recibiendo luz de un pequeño ventanuco, un fogón al que daba gloria arrimarse en invierno cuando tenían carbón para poder tenerlo encendido. Más allá y siguiendo la pared del fogón, se encontraba una alacena con el modesto servicio de menaje. Todavía, existía un pequeño hueco donde se había instalado un también pequeño armario ropero donde guardaban sus escasas pertenencias. En lo alto del armario, la maleta “para las vacaciones” parece que decía la dueña de la casa con humor. 

Al otro lado, enfrente a la cocina, una hermosa cama de matrimonio que tantas veces servía a los consocios que iban a llevarles las ayudas que necesitaban, de asiento pues la mesa que existía entre el fogón y la cama, no tenía más que un par de sillas. 

Los consocios, conocían todos los pormenores de aquella pobre pareja, precisamente para poderles servir mejor. Al único que no conocían, que no habían visto nunca, era al marido. A Santiago. Ella iba a la Parroquia a contar sus desdichas, ella era quién también mantenía con los consocios que iban a visitarla, una amena conversación. Pero el marido, decía ella: era poco religioso y en cuanto sabían que iban a ir los consocios, “los de San Vicente”, sencillamente desaparecía. En los días duros del invierno los consocios, tenían cargo de conciencia de que por su culpa estuviera el marido fuera, en la calle paseando suponían, pasando frio y se daban toda la prisa que podían con la visita. 

Pero los consocios, notaban que Engracia, así se llamaba ella, cada vez insistía más en que se quedaran un rato más de charla e incluso un día, para obligarlos más, les propuso rezar el Rosario. El pobre Don Julián que era un enamorado del Rosario, no sabía qué decir ni cómo negarse pensando en el frío que el pobre del marido estaría pasando en la calle hasta que ellos se marcharan, fue claro y así se lo dijo a la buena mujer. 

Ocurrió entonces que, mientras los consocios se levantaban de la cama que les había servido de asiento, Engracia guiñó un ojo a Don Julián y señaló la cama. Al pobre señor un color se le iba y otro se le venía. ¿Pero que estaba insinuando aquella mujer tan buena y siempre tan recatada? ¡Pero bueno! Le dijo bajito al consocio que le acompañaba: vámonos de aquí inmediatamente. 

La pobre mujer, muy apurada pues veía cómo de mal se habían interpretado sus gestos de complicidad, gritando, como si les estuviera pidiendo algo importante para la semana próxima, alejados de la puerta del cuarto, dijo: “Don Julián es que él no quiere nada con fachas y señoritos, él es “rojo” antes y después de la Guerra y cuando ustedes vienen se mete siempre debajo de la cama, hasta que se marchan para no tener que verles. Para tener libertad”. 

Se puede imaginar, el estupor y la vergüenza con la que aquellos dos pobres consocios, recuperaron la calle. El pobre Don Julián,  nada en aquellos momentos D´Artagnan no hacía más que repetir, ¡pobre gente, pobre gente y nosotros sentados encima! 

No se podía cambiar de rutinas o el marido se hubiera dado cuenta de la pequeña “traición” de la mujer, así que siguieron haciendo la visita de la misma forma sentándose en la misma cama pero, ya las conversaciones que se mantenían iban más dirigidas al suelo de la modesta habitación a lo que hubiera debajo de la cama, que a las tres personas que “arriba” comentaban, sobre cualquier tema. 

Pero eso sí, Don Julián procuraba con ayuda de su consocio, alabar la labor de los sacerdotes. De la bondad de la Santa Iglesia, así la definía. Del extraordinario bien que hacía. A veces, durante estas alabanzas, se notaba estando ya advertido, inquietos y pequeños movimientos telúricos bajo la cama. Pero no se conseguía nada. No se accedía a él, al oculto, que era lo que se pretendía. 

Un día, pasados meses pues la paciencia todo lo alcanza, nos lo recuerda una Santa monja muy, pero que muy española, Don Julián vino con un plan trazado que resultó genial. Al comenzar la visita, se tocaron los temas normales y se examinaron las carencias que se habían de cubrir a la semana siguiente. Quiero recordar que el consocio que me lo contaba, achacaba todo a una lata de bonito en aceite que pedía el matrimonio entre el economato a facilitar por la Conferencia. 

Don Julián, echando los ojos al Cielo, comentó como para sí mismo: “la de veces que eché de menos ese bonito durante la Guerra que sin embargo a los nacionales les sobraba”. Esta vez, además del movimiento más telúrico que en otras ocasiones, se unió que tenía cabeza. Si, se movió toda la cama mientras la cabeza del movimiento telúrico decía: “entonces usted también era rojo”. Cuando Don Julián asintió con naturalidad y sin mostrar sorpresa alguna, ya había medio movimiento telúrico fuera de debajo de la cama. Poco a poco surgió entero. Me decía quien lo vio con la emoción que puede imaginarse, que aquel movimiento telúrico tenía un magnífico aspecto. 

Como es natural, ya no volvió a recibirles debajo de la cama. Se entusiasmaba charlando con Don Julián de historias de aquel espantoso tiempo perdido que fue la guerra. Al consocio que acompañaba a Don Julián y hasta que este falleció, siempre le miró con un poco de prevención. Le decía bajito a su ya amigo Don Julián, que tenía pinta  de “niño de papá”, “niño pijo” o directamente de “fachilla”. El otro consocio hacía como si no se enterase de nada. Si es verdad que, con disimulo y nunca dirigiéndose directamente al aludido, Don Julián se divertía asintiendo y dándole la razón lo que hacía feliz a nuestro amigo Santiago que se había convertido en ese tiempo en buen amigo de la pareja de consocios desde simple “movimiento telúrico”.  

Muchas veces a la salida, preguntaba Don Julián a su compañero con sorna: ¿podremos tomarnos hoy un vino en la tabernilla “fachilla”? 

Don Julián murió solo unos años después. Bastante rápidamente. Pero le dio tiempo para hablarle del amor infinito de Dios que estaba esperando la respuesta de Santiago a ese amor. Me contaban que según se agotaba Don Julián, las lágrimas asomaban cada vez con más frecuencia en nuestro amigo Santiago pues, aún enfermo de gravedad, Don Julián no abandonaba la visita semanal a sus amigos.   

Un precioso día de otoño, Don Julián se fue al Cielo a primeros de diciembre, Santiago pidió al “fachilla” que le acompañara a confesarse unas semanas antes. Decía que si la Confesión y la Comunión hacia hombres así, tan buenos como Don Julián, él quería ser uno de ellos. Que, además, quería hacer ese regalo a su amigo, antes de que se fuera. Así fue.

 

Hablo de oídas, pero creo que aquel pobre consocio miembro de la Conferencia a quien Santiago motejaba de “fachilla”, le acompañó hasta depositarlo cerca de Don Julián años después y se dice que hasta fueron amigos. Buenos amigos.

Por Agustín Bugeda

(Vicario general)

 

Queridos amigos:

 

Os deseo de corazón a todos una feliz y santa Pascua de Resurrección. Decir Pascua es decir paso, paso del Señor por nuestras vidas, paso del Señor por nuestro mundo y nuestro tiempo, y eso es lo que os deseo al felicitaros la Pascua: Que el Señor pase por vuestra vida una vez más y la transforme. 

La gran novedad de la fe cristiana es que Dios sale al encuentro del hombre en Jesucristo. El hombre busca a Dios con alegría, con esperanza, pero a tientas. Y en esa búsqueda es Dios quien sale al encuentro del hombre, buscándolo ininterrumpidamente con un gran amor. El hombre solo tiene que decir como los de Emaús, ¡quédate con nosotros! No te vayas nunca… y el Señor nos promete que permanecerá con nosotros hasta el fin del mundo, esa es nuestra gran alegría y esperanza. 

Siempre es Pascua, porque siempre Dios está con nosotros. Estos días nos la felicitamos, la celebramos de un modo particular, con el deseo de actualizar no sólo el recuerdo de ese acontecimiento único, sino para actualizar y vivir de una manera más consciente y profunda esta gran verdad de nuestra fe: La seguridad de que su Vida la vida del Resucitado es nuestra vida. 

Pedimos al Señor que como a San Pablo nos quite las escamas de los ojos, de los ojos del corazón, para que le podamos descubrir real y verdaderamente presente en los sacramentos, en su Palabra, en el hermano que camina a nuestro lado. 

Aprovechemos esta cincuentena Pascual para invocar constantemente el don del Espíritu Santo que es el fruto más precioso de la Pascua. Es el Espíritu del Señor resucitado quien quiere vivir en nuestro mundo, habitar en el corazón de cada persona para que así reine la alegría, la paz, el amor, la comprensión, el diálogo… todos sus dones. 

De nuevo, feliz y santa Pascua con todos estos sentimientos, que El reine en nuestros corazones, y con Él y en Él no temamos a nada ni a nadie. 

Un saludo pascual y agradecido a todos los lectores de nuestra página web diocesana y para aquellos que día a día trabajan en ella y colaboran con ella. El Señor Resucitado os conceda su paz y alegría a todos.

Por Ángel Moreno

(de Buenafuente)

 

No me invento las Escrituras ni soy parcial si te digo que todo lo que existe ha sido creado por amor, y que todo existe y se mantiene porque Dios lo sostiene y lo ama. Tú y yo existimos y nos hemos encontrado en la vida, gracias a una providencia amorosa de Dios. “y vio Dios todo lo que había hecho y era muy bueno”.

No me invento ni te engaño si te anuncio que el devenir de la historia tiene un origen y un fin, y que el Señor conduce los días y en cada acontecimiento cabe descubrir semillas de luz, signos de salvación, pues todo ha sido hecho bueno y para bien. El que cree, ve y descubre la bondad y la belleza de todo lo que existe y se convierte en sacerdote del universo al cantar: “Criaturas toda del Señor bendecid al Señor”. “Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien” (Rom 8, 28)

Es un verdadero don descubrir y ver la tendencia de la historia, que avanza hacia su único Señor, y aun en medio de la noche, de la posible confusión, dentro de lo que se puede sentir adverso y doloroso, el creyente es profeta cuando se atreve a intuir, en plena oscuridad, la luz y el dominio del día sobre la noche, y de la vida sobre la muerte. “Ni la tiniebla es oscura para ti, | la noche es clara como el día” (Sal 138, 12).

No te impongo la certeza, ni deseo avasallar tu pensamiento, y menos tu conciencia, sobre todo si vives circunstancias penosas. Pero quienes se han atrevido a esperar y a confiar, han llegado a ser testigos del cambio de su tristeza en gozo; de sus lágrimas, en cantares; de su esclavitud, en libertad; de su exilio, en habitar en tierra propia. “Les parecía soñar. Al ir lloraban llevando la semilla, al volver cantaban, trayendo las gavillas” (Sal 125).

Con el mayor respeto te aseguro que tú has sido creado por amor, que no existes por casualidad, que tu vida y toda tu historia son conocidas y acompañadas por quien en su designio amoroso quiso que existieras y puso en tu corazón una llamada concreta, única, que si la escuchas y obedeces te hace sentir anchura en el corazón, alegría en tus huesos, respiración dilatada, paz estable en lo más profundo de tu ser. “Te ha formado desde el seno materno” (Is 44, 24). ·Yo soy el Señor, el Dios de Israel, que te llamo por tu nombre” (Is 45, 3).

Si quieres que te demuestre estas verdades, te anuncio, con inmensa alegría y sobrecogimiento, que Jesucristo tenía razón cuando enseñaba las paradojas del Evangelio, las bienaventuranzas. Él mismo, que padeció sed, se ha convertido en manantial. Quien fue despojado hasta de su propia vida es el viviente, porque ha resucitado, ha vencido a la muerte y está revestido de luz; es aquel a quien confesamos como nuestro Señor. «Vosotras no temáis, ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí: ¡ha resucitado!, como había dicho. Venid a ver el sitio donde yacía” (Mt 28, 5-6)

Ya solo me queda compartir contigo, y no pienses que te lo digo por vanidad - Dios sabe que no miento -, que el mayor tesoro en esta vida es la gracia de la fe, por la que, unidos a Jesucristo, se puede detener todo pensamiento oscuro y toda desesperanza, porque Él ha superado la muerte y vive a la vez glorioso y discreto a nuestro lado. Gracias a la fe, se puede acceder a su perdón y a su misericordia. “Porque yo os transmití en primer lugar, lo que también yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras2 (1Co 15, 3-4).

Con sinceridad te deseo que tú también sientas esta verdad en ti, porque Jesucristo ha resucitado y está en medio de nosotros, dentro de nosotros y hasta desea mostrarse a los demás a través de nosotros. «No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán». (Mt 28, 10)

Por José Ramón Díaz-Torremocha

(Conferencias de San Vicente de Paúl en Guadalajara)

 

 

A llegar el Viernes Santo, aunque la Liturgia nos llame a ello y nos impulse a no olvidarla, no puedo dejar de pensar en la Madre. Es la obra más perfecta de Dios. Además de para Su propia gloria, entiendo, Él creó toda la Creación, para que Su madre se gozara en ella. 

Sin embargo esa tarde, ese Viernes, después de la hora de nona, su sufrimiento será difícil de comprender, salvo para aquellos que pudieran acercarse un poco a ese inenarrable dolor de haber perdido a un hijo. 

Ella, que lo contemplaba desde los pies de la Cruz, a la hora de nona, sintió sin duda que algo muy dentro de Ella se rompía. Aquel niño, aquel adolescente, aquel hombre que le dijo “mujer no ha llegado mi hora” (Jn 2, 1-11), pero que sin embargo hizo lo que le pedía, acababan de matarle y de la forma más cruel e ignominiosa posible: crucificado. Lo tenía allí a sus pies, desmadejado, sin vida, varón de dolores con marcas en todo su cuerpo. Seguro que en su silencio, interpelo al que la había engendrado con el Espíritu Santo y le preguntaría ¿Por qué? 

La fe en el conocimiento de la Resurrección, sin duda la sostenía. Pero, a pesar de no conocer el pecado original, aquel hijo le dolía. Le dolía tanto que siendo madre, no podía su sufrimiento esperar a la anunciada Resurrección. Viéndole tirado en el suelo de cualquier manera. Desmadejado.  Sin vida. 

¿Lo volvería a ver de verdad?  ¿Cómo iba a dudar Ella: la llena de gracia? Si la gracia era infinita, plena. Pero por esa misma plenitud, también debía ser inmenso su dolor. 

¿Meditamos un poco sobre ello? Soñemos. Marcharía como la había indicado Su Hijo a casa del discípulo amado que habría de recogerla desde aquel momento en su casa (Jn 19, 27). Caminando por aquellas difíciles calles de Jerusalén, sintiéndose  sin duda señalada, espiado su dolor por aquellos que, solo unos días antes, habían aclamado a su Hijo: Nada menos que al Hijo de Dios. Aquellos que hoy le negaban y se apartaban a su paso no fueran a pensar aquellas autoridades canallas, que podían ser discípulos del Crucificado. Me angustia pensar en la angustia que mi Madre sentiría en aquel camino, junto a su infinito dolor. En la angustia que sentiría aquellas noches. 

¿Cuándo te  veré de nuevo Hijo mío? ¿Cuándo te veré de nuevo? 

Los viernes santos, nunca puedo quitarme ese dolor de encima. De sentirlo como una losa, de ver aquel sufrimiento del Hijo, pero también de la Madre, para procurar mi salvación. Fueron sin duda unas horas angustiosas. Por mis pecados. Por los tuyos también qué ahora me lees. 

El Buen Dios no tiene tiempo. Para Él todo es presente. ¿Sería mucho pedir que dedicáramos ese día del Viernes Santo a acompañar un poco, a recuperar un poco en esa inexistencia de tiempo aquellas horas en las que la Madre espera, sola y rota con su dolor, la Resurrección del Hijo. 

Me lo he planteado muchas veces con las horas en las que en el Pretorio o en el Palacio de Caifás, Cristo se sintió abandonado, solo. Sin compañía amiga. Sufriendo igual que tú y que yo en su naturaleza humana cuando nos traicionan, cuando nos abandonan. He pretendido muchas veces regalarle algunos segundos de su sufrimiento queriendo hacerlos míos. De manera imperfecta, es verdad, pero queriendo decirle lo que El más espera de nosotros: ¡Cristo te quiero, perdona mi cobardía por haberte dejado solo! ¡Por negarte cada día con mi pecado! 

Dejemos algunos minutos también para su Madre: para mi Madre y la tuya.

 

Dejemos que Ella nos transforme.

 

Información

Obispado en Guadalajara
C/ Mártires Carmelitas, 2
19001 Guadalajara
Teléf. 949231370
Móvil. 620081816
Fax. 949235268

Obispado en Sigüenza
C/Villaviciosa, 7
19250 Sigüenza
Teléf. y Fax: 949391911

Oficina de Información
Alfonso Olmos Embid
Director
Obispado
C/ Mártires Carmelitas, 2
19001 Guadalajara
Tfno. 949 23 13 70
Fax: 949 23 52 68
info@siguenza-guadalajara.org

 

BIZUM: 07010

CANAL DE COMUNICACIÓN

Mapa de situación


Mapa de sede en Guadalajara


Mapa de sede en Sigüenza

Si pincha en los mapas, podrá encontrarnos con Google Maps