Por Raúl Pérez Sanz

(Delegación de Liturgia)

 

 

Explicadas en los anteriores artículos las preguntas de: ¿Qué es la celebración? ¿Quién celebra? ¿Qué se celebra? ¿Para qué se celebra? ¿Dónde se celebra? Hoy respondemos a la pregunta ¿Cuándo se celebra?

Jesucristo celebra ayer, hoy y siempre.  El Misterio pascual de Cristo no queda detenido en el tiempo pues al ser un acto de la divinidad participa de la eternidad divina, de tal manera, que este misterio abarca todos los tiempos y se extiende al pasado, al presente y al futuro, sembrando vida a su paso y haciendo que la vida triunfe sobre la muerte.

La celebración eucarística, es la experiencia del “hoy” y del “Unum”, es la actualización de la gracia y la unificación de la persona. Afirmar que la celebración es la experiencia del “hoy” nos hace contemporáneos de Cristo, una persona viva y concreta en el tiempo presente con quien puedo establecer una relación personal, a quien puedo escuchar y con quien puedo convivir.

Aparece en el tiempo de la celebración diferentes “hoy”:

  • El “hoy del año litúrgico, que tiene su cumbre en la celebración del Misterio Pascual, el tiempo nuevo de la Resurrección llena todo el año litúrgico con su resplandor.
  • El “hoy” de la semana, que tiene su cima en la celebración del domingo. Lo que es la Pascua para el año entero lo es el domingo para la semana. Como primer día de la semana, recuerda la Creación y como octavo día, significa la nueva Creación inaugurada con la resurrección de Cristo.
  • El “hoy” de cada día, la celebración de la Eucaristía diaria, se celebre a la hora en que se celebre, es el centro del día, del cosmos y de la historia.
  • El “hoy” de las horas, la celebración de la Eucaristía penetra y transfigura el tiempo de cada hora con la Liturgia de las Horas, esta ha de ser la oración de todo el Pueblo de Dios, pues pertenece a todo el cuerpo de la Iglesia.

Aprovechemos cada tiempo de nuestra existencia haciendo presente siempre y en todo lugar la salvación de Jesucristo resucitado.

Feliz tiempo de Cuaresma. Tiempo de salvación.

Por Juan Pablo Mañueco

(escritor y periodista)

 

 

 

 

Laudado seas, Señor, en todas tus criaturas.

Alabado por el sol, la luna y las estrellas,
Ungido por el viento seas y las nubes bellas.
Den loas a ti el agua, el fuego, tierra y alturas.

ALABADO, por hacer apero de perdón,
DIOS SEAS, al humano capaz de perdonar.
Obra grande será pues será capaz de amar.
SEAS, SEÑOR, modelo en tal sacra misión.

EN donde haya discordia, que ponga yo la unión,
TODAS las vidas sepan sentir mi corazón.

TUS palabras sirvan para darnos la esperanza,
CRIATURAS de la fe, la cual todo en la vida alcanza.

Y que sepa amar incluso aunque no sea amado,
que sepa consolar, aun sin ser yo consolado.

Que el otro sea por mí ayudado y comprendido,
y lo que esté separado sepa hacerlo unido.

Porque dando es como más consuelo se recibe,
y amando más es como más amor se percibe.

Y sea incluso la hermana muerte corporal,
habiendo de venir, puerta a vida y no a otro mal.

Que el Espíritu nos guíe a Ti, Señor soñado,
y sea humilde y sin soberbia incluso el papado.

Amén.

 

Juan Pablo Mañueco.

Periodista Digital. Bibliografía de J.P. Mañueco

http://blogs.periodistadigital.com/juan-pablo-manueco/2018/01/13/bibliografia-y-biografia-de-juan-pablo-manueco-2/

Por José Ramón Díaz-Torremocha

(de las Conferencias de San Vicente de Paúl en Guadalajara)

 

 

Bajaban por el Arenal camino de la Parroquia en la que se reunía, cada semana, la Conferencia a la que ambos pertenecían. Charlaban de temas un tanto, sólo un tanto, intranscendentes, pues todos ellos rondaban el tema central de la entrega a la vida de la Conferencia, como signo de la pertenencia de cada uno a la Iglesia. En algún momento volveré sobre este interesante tema de conversación de ambos consocios que a mí me dejó muchas enseñanzas. 

Allá a lo lejos, frente a ellos, con la alegría del inocente, Roberto “el “protegido” de Jacinto, (había dejado de recoger y fumarse las colillas recogidas del suelo y ahora lo hacía de “su” paquete que todos los días, puntualmente, le suministraba Jacinto), Roberto, les hacía señas saludándolos mientras corría hacia ellos con su siempre aspecto enfermizo y su ropa arrugada e incluso maltrecha por buena que fuera la que le suministraban, cada día, solo unas horas antes del encuentro,  perfectamente limpia y planchada, las monjas en cuyo albergue dormía, pues el resto del día, la calle era su cuarto de estar. 

Se pararon a charlar unos pocos minutos, mientras Jacinto recibía el abrazo y el confuso discurso de cariño de su amigo Roberto y este, el apretón de manos del joven consocio. Después, siguieron sus caminos. 

En lugar de retomar el tema de conversación que traían antes del encuentro con Roberto, se estableció un silencio entre ellos que, a todas luces, resultaba incómodo para ambos. Algo había pasado que les había robado parte de la paz con la que disfrutaban mientras caminaban solo unos minutos antes. Después de un rato, fue el joven quien volvió a iniciar la conversación, pero con tema bien distinto. 

El joven consocio, demasiado joven quizás, se dirigió a Jacinto para reconvenirle, bien que sin duda con la mejor intención y hasta con cariño, con fraterna preocupación por él: ¿Cómo – comenzó – puedes darle esos abrazos a Roberto que puede contagiarte cualquier cosa? Nuestro amigo Jacinto, no se quedó atrás y a pesar de no ser gallego que dicen que contestan siempre con otra pregunta, en esta ocasión, sí lo hizo: ¡No sabes cómo te entiendo! comenzó el querido Jacinto, debía haberle saludado con la misma frialdad con la que tú lo has hecho ¿no te parece? Quedó un tanto sorprendido el aprendiz de consocio, pero no ni mucho menos arredrado ante la contestación de Jacinto que llevaba implícita algo más que una sutil reconvención.

No debes olvidar Jacinto, siguió el más joven de los consocios “que hay que atender a los que sufren, pero protegiéndonos, sin olvidar aquel refrán que dice “Por la Caridad entró la peste” hay que hacerlo con el máximo de cuidado”. Años más tarde, un ya maduro consocio, todavía recordaba el tremendo enfado de Jacinto ante sus palabra y como temió en algún momento que le soltara un mojicón y aseguraba, que era la única vez que le había había visto alterado y hasta soltando algún pequeño taco. ¿Pero sabes lo que estás diciendo? rugió el bueno de Jacinto al oír el “consejo”. 

Tú y yo, siguió diciendo todavía alterado Jacinto, tú y yo estamos aquí gracias al más alto acto de caridad, de amor, que jamás se efectuó. Gracias al acto de Caridad, de entrega, estamos salvados. ¿Qué crees que hizo Cristo por y para nosotros? ¡Salvarnos! Para eso se hizo hombre y habita entre nosotros. A cambio, no nos pidió otra cosa más que le imitáramos y yo te preguntaría ¿crees que le imitamos recordando y comparando la caridad con la peste?  ¡Escapando de nuestros amigos, de aquellos que sufren y más nos necesitan! 

No paró el bueno de Jacinto: No olvides nunca, que la pobreza, el sufrimiento, ni debe ser ni nosotros debemos convertirla, en una especie de desdoro para alejarnos de los que la padecen. Exactamente venimos a las Conferencias a lo contrario: a procurar que aquellos que sufren, lo hagan en menor grado por nuestra cercanía. ¡Por el cariño que sepamos entregarles y no regatearles! Hasta que no lo entiendas y hagas tuyo este pensamiento, no serás un verdadero vicentino. 

Ninguno del resto de los consocios de la Conferencia, se enteró nunca del “repaso” que recibió el joven consocio de Jacinto hasta muchos años más tarde. Pero el mismo, decía que desde entonces, se acercó a Roberto hasta que desapareció de sus vidas, con una solicitud y un cariño que no se hubiera imaginado nunca y siempre, decía que pasado el berrinche de la primera hora de la bronca, entendió desde aquel momento la exigencia que le habían mostrado en el seno de la Conferencia, de ayudarse unos a otros. Primero entre los consocios, para crear el calor, el amor, que poder llevar a los otros: a los que sufren. Nadie da lo que no tiene. 

¡María, siempre María! Su intercesión que siempre solicitamos, nos asegurará que servimos bien a nuestros consocios y con ellos, a aquellos que sufren.

 

 

> Un artículo de José Luis Albares

> Delegación Diocesana de Migraciones

 

 

 

El pequeño libro bíblico de Rut representa, por un lado, una perfecta radiografía del fenómeno de las migraciones y, por otro, el gran manifiesto a favor de la promoción de las personas que deben emigrar, en todo tiempo y lugar.

En efecto, el libro de Rut nos ofrece una primera cara: la de la emigración. Y presenta un limpio análisis de la desventura que supone siempre tener que emigrar, también hoy. La necesidad obliga a Elimélec y Noemí a marcharse de Belén junto con sus hijos, que llegan a establecerse en el extranjero. Pero las cosas no van bien y, al final, quedan solamente tres mujeres, Noemí y sus dos nueras, viudas y sin hijos. Orfá se quedará allá en Moab, su tierra, mientras que Noemí y Rut se vuelven fracasadas a Belén. En esta historia, repetida en cada emigrante, la Biblia nos anima a ver rostros humanos allí donde todos hablan de cifras y oportunismos electorales.

Pero hay también un segundo aspecto del que habla el libro de Rut: la inmigración. Rut, la extranjera que ha llegado a Belén, se encuentra con Booz. Él no la conoce de nada y de ella no se dice que fuera especialmente atractiva. Pero, cuando a Booz le explican que se trata de una extranjera, le facilita el trabajo y las condiciones de descanso. Y, evidentemente, Rut se extraña: «¿Por qué te interesas con tanta amabilidad por mí, que soy una simple extranjera?», le dice (Rut 2,10). En respuesta, Booz hace gala de un comportamiento ejemplar de cara a promover la integración y el futuro de esa «simple extranjera»:

  • En primer lugar, admira la grandeza y la fortaleza de una persona que ha sido capaz de dejar su patria y su familia: «Me han contado –le dice– cómo has dejado a tus padres y tu tierra natal para venir a un pueblo que no conocías» (Rut 2,11b), palabras que consuelan y alivian el corazón de Rut.
  • Y, en segundo lugar, Booz no se queda en palabras y admiración. Se constituye en intermediario del favor divino hacia la mujer moabita: le ofrece comida, le facilita el trabajo de espigadora e incluso pide a los trabajadores que la socorran más allá de lo estrictamente legal.

Nada más. Nada menos.

Un día, Jesús dijo: «fui forastero y me hospedasteis» (Mt 25,35). Él conocía muy bien la historia de su familia: sabía que Rut, aquella extranjera inmigrante, fue antepasada suya (cf. Mt 1,5).

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