Por José Ramón Díaz-Torremocha
(Conferencias de San Vicente de Paúl en Guadalajara)
Tenía una gran sensibilidad y era hombre de oración y de acción. A pesar de que vivía lejos del lugar en el que se publican estos artículos, le conocía bien. Una acción y una oración, que siempre iban dirigidas a pedir por evitar el sufrimiento o por ayudar a hacer frente a las necesidades de los otros. Ya fueran asistidos o lo fueran los consocios de su Conferencia por los que sentía una especial preferencia espiritual. Decía – Jacinto – que su deseo era estar siempre en oración. Estar en contacto con Él el mayor tiempo posible.
Un día, un consocio de su Conferencia, cayó gravemente enfermo. El mucho trabajo de los hijos, todos viviendo fuera de la pequeña población en la que lo hacía Jacinto y el consocio enfermo, se convirtió en un suplicio para su pobre esposa que le velaba en la práctica día y noche, a la vez que atendía su casa. Se la veía, día a día, ir desmejorándose y adelgazando cómo si la enferma fuera ella y no el marido.
La Conferencia, afortunadamente, era de las que, como es debido, se preocupaba antes de los propios consocios, que de llevar el amor hacia fuera del grupo. Decía Jacinto, que si entre ellos no lo tenían – el amor, el afecto, la fraternidad – difícilmente podrían extenderlo más allá de la Conferencia en su entrega por y para aquellos que sufrían. Por lo tanto, con frecuencia, se acercaba a ver al hermano enfermo. Un día, encontraron los dos consocios que le visitaban, uno de ellos era Jacinto, tan agotada a la esposa del consocio enfermo, que cuando acabaron la visita e iban a marcharse, Jacinto pidió permiso a la dueña de la casa para quedarse un rato más con el enfermo, que ya prácticamente no atendía y que así podría aprovechar ella, para dar una pequeña “cabezada” para reponerse un poco. La mujer, que llevaba prácticamente varios días “maldurmiendo”, se retiró a su cuarto a la vez que el otro consocio, abandonaba la casa para atender otras gestiones de la Conferencia que ambos – Jacinto y él - tenían asignadas.
Jacinto, sacó el rosario y un pequeño librito de la “Imitación de Cristo” que siempre le acompañaba. Tranquilamente se puso a orar.
Hacia el amanecer, con los primeros rayos de luz de la mañana del día siguiente, la agotada esposa se despertó y al ver la claridad del nuevo día, asustada por el tiempo que había dormido, imaginó que llegada cierta hora, Jacinto, sin hacer ruido para no despertarla, habría abandonado la casa. Su pobre marido estaría sin las medicinas necesarias que ella le proporcionaba de acuerdo a un calendario de pared y sin atender en el resto de sus necesidades.
Salió precipitada al pequeño cuarto de estar y su sorpresa fue encontrarlo allí, un tanto adormilado, pero con su rosario en la mano desgranando avemarías. Le pidió perdón por haber dormido mucho más que una simple cabezada y le comento, su preocupación por las medicinas que suponía no tomadas por el enfermo.
La tranquilizó Jacinto. Las había tomado todas de acuerdo a lo que indicaba el calendario de pared. Se levantó, pasó por la habitación del enfermo, rezo un poco en voz alta y casi como avergonzado de haber roto la intimidad de aquel matrimonio, marchó para su casa. Su servicio, había acabado por aquella noche. Pero su Rosario, seguía acompañándole en su mano.
No fue la última vez que lo hizo. Comentó el asunto con el resto de sus compañeros de Conferencia y durante varias semanas, hasta que el Buen Dios acogió al consocio enfermo, al menos un par de veces cada siete días, algún consocio pasaba una mañana, una tarde o una noche, a su cabecera. El tiempo necesario para que su entregada esposa, pudiera descansar unas pocas horas o hiciese los recados imprescindibles y rompiendo la posible soledad que sintiera el consocio a quien todos, le hablaban sin saber muy bien si eran o no escuchados. Pero le hablaban. Sí que era por parte de todos, un acto de amor fraterno.
Toda la Conferencia acudió al entierro. Alguno de los hijos agradecido a Jacinto, verdadero motor de aquella iniciativa de entrega, se acercó a abrazarle y darle las gracias. Jacinto, al liberarse del abrazo, solo le dijo mirando a sus consocios: “Misión cumplida. Ahora ya está todo él en las manos del Buen Dios. ¡Pero somos tan pocos y vamos siendo tan mayores!” En silencio y acompañado del resto de los consocios, se alejaron buscando el primer Sagrario ante el que postrarse para dar gracias por el servicio realizado.
Dicen, que en unos meses, nació una nueva Conferencia en algún punto del mundo, que coincidía con el lugar del domicilio de un hijo del bueno de Jacinto.
Otro día, quizás, contaré alguna otra historia de Jacinto. Tiene muchas. Todas de entrega. Todas de donación: de donarse. Seguro que el amable lector, el indulgente lector, me perdonará y en algún momento, puede que hasta le guste alguna de ellas.
¡Que María nos acompañe! Siempre María.



Por tanto, sin miedos, dejemos descansar nuestro corazón en Dios, en el Amor concreto que nos tiene a cada uno. Como el discípulo amado, podemos recostarnos en el pecho del Señor. Nadie nos conoce como Él, dice san Pedro: “Descargad en él todo vuestro agobio, que él se interesa por vosotros” (1Pe 5,7). A diario, en nuestro caminar hacia la Casa del Padre, abandonemos todo empeño de querer comprender a Dios y entender nuestra vida. Como decía el mayor de los seis hermanos, que perdieron a sus padres en accidente de tráfico el día de san Isidro: “A Dios no hay que entenderle, hay que quererle”. A esto creemos que, nos llama el Señor, a vivir en el Misterio del Amor de Dios, muchas veces en el Misterio de la vida, en medio de esta sociedad convulsa por tantísimos acontecimientos y sufrimientos que ni se pueden concebir. A ser personas de fe como nuestros padres y abuelos: “¡Bendito quien confía en el Señor y busca en Él su apoyo!” (Jer 17, 7).
En el caso de otro tipo de cadenas, podemos poner simplemente en google la cadena que es y nos saldrá si se trata de un bulo o es una cadena fiable. No imaginamos el daño que podemos causar reenviando y compartiendo este tipo de cadenas.












