El director de la página web de la diócesis de Sigüenza-Guadalajara, al confeccionar el calendario de colaboraciones de opinión en la página, me invito a escribir cada día 30 de cada mes. En la primera de estas colaboraciones, a la semana de su canonización, escribí, para el 30 de noviembre, sobre San Giovanni Antonio Farina, el fundador de las Hermanas Doroteas, el hombre de la caridad. De la abundancia del corazón –el reconocimiento y agradecimiento por la tan benéfica presencia de sus hijas, las Doroteas, en nuestra diócesis- habló la lengua, escribió la pluma (mejor dicho, el ordenador…).
Ahora tengo que escribir –mal que me pese, mal que me duela- también de la abundancia del corazón, y debo hacerlo también justo una semana después de que aconteciera lo que nunca nadie quiere que suceda. Y aunque me confortan y mucho la fe y el amor, me tiemblan las manos y, sobre todo, el corazón al tener que escribir esto a lo que me refiero: la muerte de mi madre.
Sí, ya sé que todos días mueren personas, mueren madres, padres, hermanos, hijos, amigos… Estos días, un amigo capuchino me escribía diciéndome: “Escribía Tihamer Toth, aquel célebre autor húngaro cuyos libros leíamos en el seminario menor, que cuando una madre muere, su sombra nos acompaña el resto de nuestros días y que por eso Jesús no quiso quedarse huérfano”.
Hará más de treinta años, un sacerdote de nuestra diócesis, con ocasión de la muerte de su madre, escribió en El Eco que la madre de un cura –más aún, la de un cura secular- jamás debería morirse.
Sí, es ley de vida. “Morir solo es morir. Morir se acaba”, escribía José Luis Martín Descalzo, poco antes que, tras tantos avisos y tras una larga enfermedad, a él mismo le visitara la hermana muerte y lo envolviera en su luz.
Sí, para un cristiano, máxime para un sacerdote, y máxime aun en Navidad, la muerte es Pascua, es el paso del Señor.
Sí, lo sé, lo creo y lo vivo e intento vivirlo lo mejor que puedo. Y sé y percibo y pido seguir percibiendo por siempre y cada vez más que ella desde el cielo me dice: “Hijo, ahora te toca luchar a ti. No desfallezca. Ama, confía, espera, sonríe. Cuenta conmigo, incluso ahora más que nunca”.
Permitidme, pues, amigos internautas, que os pida vuestra oración y vuestro recuerdo por mí, por los míos y por ella. Y permitidme que concluya estas líneas condolidas, con una crónica, con una necrológica, con un obituario, que es también un desahogo, en donde periodista, sacerdote e hijo se aúnan. Me entenderéis, si os digo, que hoy ni puedo, ni en el fondo quiero, escribir de otra cosa, aunque estas líneas estén escritas con jirones del alma y regadas con las mejores lágrimas del corazón:
“El 23 de diciembre de 2014, en el Hospital Universitario de Guadalajara, falleció Milagros Muela Melguizo. Había nacido en Sigüenza el 15 de marzo de 1927. Viuda desde el 29 de enero de 1993 de Emilio de las Heras Gallego, fue madre de cinco hijos y abuela de nueve nietos.
Su funeral–con más de medio centenar de sacerdotes concelebrantes y varios cientos de fieles- fue en la iglesia parroquial de San Pedro de Sigüenza, en la tarde del 24 de diciembre de 2014. El martes 30 de diciembre, a las 18 horas, el arzobispo de Sevilla, amigo íntimo de la familia, ofició un funeral en la iglesia conventual de las Clarisas de Sigüenza, y el martes 20 de enero, a las 19:30 horas, el colegio Cristo de Rey de Madrid, (Avenida de San Luis, 29), del que uno de sus hijos es capellán, acoge otro funeral. Es posible que haya otro funeral en Guadalajara, en fecha y templo todavía por determinar.
Esta sería la crónica, el obituario preciso e informativo de esta muerte. Como las de la muerte de tantas y tantas personas, muertes incluso en Navidad... Pero quien escribe estas líneas, necesita decir también una palabra más, una palabra condolida hasta lo más profundo del alma, y también, hasta lo más profundo del alma, agradecida y esperanzada. Estoy, amigos lectores, hablando de mi madre, y hablar de una madre –más si cabe, y con perdón, la madre de un cura secular- en pasado, es un desgarro que lacera.
Milagros Muela fue una persona normal y, sobre todo, buena. Como tantas otras. Y como otras –incluso también en Navidad- se marchó, tras dejar un reguero de amor, de ternura, de entrega, de fidelidad, de sencillez, de sensatez y de normalidad. Yo creo que fue una maravillosa esposa, madre, abuela y amiga. ¡Qué voy a decir yo, verdad! Pero creo que es verdad lo que digo. Y disculpad, amigos lectores, si pensáis que me estoy pasando…
Si su vida, desde que nació, fue un milagro (de ahí su nombre) y milagro fueron otros acontecimientos de su vida luminosa), este milagro, desde la fe y desde el amor, creo que volverá a ser realidad, aunque ya no esté entre nosotros. Es el milagro de su memoria agradecida, alentadora y emocionada, y, sobre todo, el milagro que desde el cielo me seguirá queriendo, cuidando y guiando todavía aún más. ¡Gracias, Señor, por la creaste!”