Tormentas

Ángel Moreno

(de Buenafuente)

 

 

“Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él (Jesús) estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio, enmudece!». El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: «¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!».” (Mc 4, 37-41)

 

Consideración

 

«Maestro, ¿no te importa que perezcamos?».

 

Si sientes la tormenta de la mitad de la vida, del momento de la jubilación o de la edad avanzada. Si percibes la fragilidad y la enfermedad en tu familia o comunidad, y hasta intuyes que el proyecto de tu vida parece deshacerse y derrumbarse.

 

Si sientes la tormenta de la soledad, al pensar que ya no concitas el acompañamiento de los amigos, de quienes antes eran tu compañía o porque la pandemia nos ha vuelto un tanto individualistas, o porque han muerto. 

 

Si sientes la tormenta del vacío de tu pueblo, del miedo que embarga a muchos de tus vecinos, y quizá a ti mismo, del alejamiento de los jóvenes, de la indiferencia de muchos ante problemas que te parece importantes.

 

Si sientes la tormenta de tu propia pobreza y debilidad, del miedo a la quiebra no solo económica, sino sobre todo del ánimo y a la pérdida de la estabilidad emocional y serenidad del ánimo. 

 

Si sientes la tormenta del ambiente social, económico, humano, político, eclesiástico y cada día muchas de las noticias te entristecen y te producen desánimo.

 

Si sientes la tormenta de la percepción del abismo, del límite, por un futuro incierto, y tu mente se llena de fantasmas imaginarios.

 

Súplica

 

Cabe que grites como los discípulos: “Señor, sálvanos, que nos hundimos.” “Despierta, Señor, tu poder y ven a salvarnos”. “Rompe la arrogancia de las olas del mar”. “Pon un dique y un límite al ímpetu del oleaje”. Y supliques, Señor, acalla el huracán, el torbellino de mi imaginación, la agitación de mis afectos, la proyección injusta de un futuro incierto.

 

Contemplación

 

La Palabra te confronta, y te pregunta: “¿Por qué tienes miedo, por qué dudas, hombre de poca fe?” Jesús tiene poder de amainar el viento, de calmar las olas, de conducir a puerto. “El Señor apaciguó la tormenta en suave brisa, y enmudecieron las olas del mar.” (Sal 106, 31)

 

Respuesta

 

Ante las palabras de Jesús cabe reaccionar: “Acallo y modero mis deseos como un niño en brazos de su madre” (Sal 130). Me abandono a tu Providencia, sé que la barca llega a puerto, y que el alba puede a la oscuridad de la noche. Si tú quieres, Señor, déjame sentir la calma, y la seguridad de tu acompañamiento, aunque parece que duermes. Que no olvide el código de la naturaleza de que después de la tormenta viene la calma, de que siempre que llueve escampa y de que la noche no puede al día.

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