Con el lema “Resucitó”, la Delegación de Apostolado Seglar vuelve a organizar el Vía Lucis de Guadalajara en el marco de la Octava de Pascua.

Se celebrará en la mañana del sábado 27 de abril.

El recorrido comenzará a las 9:30 en el templo del Santísimo Sacramento y culminará en el de San Pedro Apóstol.

El Vía Lucis o Camino de la Luz recorre las estaciones de la Resurrección evocando los hechos más relevantes que los evangelios refieren sobre Jesús resucitado y los primeros cristianos. 

El VI Curso de Formación Misionera que viene funcionando a lo largo del año pastoral 2018-2919 alcanza ya la séptima sesión formativa el viernes 26.

En esta ocasión correrá a cargo de Rafael Santos, de Obras Misionales Pontificias, quien desarrollará el tema "Infancia misionera: los niños y la misión".

Como es habitual, las clases se imparten en los salones de Casa Nazaret de 20:00 a 21:30 horas.

Otra convocatoria tradicional de la Semana Santa, de carácter pontificio y universal, es la jornada y colecta por los Santos Lugares de Tierra Santa. Será el Viernes Santo, día 19 de abril. “Una sola cruz, una sola esperanza” es el lema de este año del Día de los Santos Lugares, con invitación a la solidaridad con los cristianos perseguidos y a una renovada llamada a la peregrinación en Tierra Santa. 

En 2018 la Iglesia católica en España destinó para Tierra Santa, con ocasión de esta colecta imperada, cerca de un millón quinientos mil euros, sesenta mil euros menos que en 2017. En nuestra diócesis se recaudaron el año pasado para Tierra Santa 18.246, 94 euros. La generosidad con esta colecta es un buen signo de solidaridad y eclesialidad hacia los cristianos perseguidos y hacia Tierra Santa.

PASCUA 2019

Balcón central de la Basílica Vaticana
Domingo, 21 de abril de 2019

 

Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz Pascua!

Hoy la Iglesia renueva el anuncio de los primeros discípulos: «Jesús ha resucitado». Y de boca en boca, de corazón a corazón resuena la llamada a la alabanza: «¡Aleluya!... ¡Aleluya!». En esta mañana de Pascua, juventud perenne de la Iglesia y de toda la humanidad, quisiera dirigirme a cada uno de vosotros con las palabras iniciales de la reciente Exhortación apostólica dedicada especialmente a los jóvenes:

«Vive Cristo, esperanza nuestra, y Él es la más hermosa juventud de este mundo. Todo lo que Él toca se vuelve joven, se hace nuevo, se llena de vida. Entonces, las primeras palabras que quiero dirigir a cada uno de los jóvenes cristianos son: ¡Él vive y te quiere vivo! Él está en ti, Él está contigo y nunca se va. Por más que te alejes, allí está el Resucitado, llamándote y esperándote para volver a empezar. Cuando te sientas avejentado por la tristeza, los rencores, los miedos, las dudas o los fracasos, Él estará allí para devolverte la fuerza y la esperanza» (Christus vivit, 1-2).

Queridos hermanos y hermanas, este mensaje se dirige al mismo tiempo a cada persona y al mundo. La resurrección de Cristo es el comienzo de una nueva vida para todos los hombres y mujeres, porque la verdadera renovación comienza siempre desde el corazón, desde la conciencia. Pero la Pascua es también el comienzo de un mundo nuevo, liberado de la esclavitud del pecado y de la muerte: el mundo al fin se abrió al Reino de Dios, Reino de amor, de paz y de fraternidad.

Cristo vive y se queda con nosotros. Muestra la luz de su rostro de Resucitado y no abandona a los que se encuentran en el momento de la prueba, en el dolor y en el luto. Que Él, el Viviente, sea esperanza para el amado pueblo sirio, víctima de un conflicto que continúa y amenaza con hacernos caer en la resignación e incluso en la indiferencia. En cambio, es hora de renovar el compromiso a favor de una solución política que responda a las justas aspiraciones de libertad, de paz y de justicia, aborde la crisis humanitaria y favorezca el regreso seguro de las personas desplazadas, así como de los que se han refugiado en países vecinos, especialmente en el Líbano y en Jordania.

La Pascua nos lleva a dirigir la mirada a Oriente Medio, desgarrado por continuas divisiones y tensiones. Que los cristianos de la región no dejen de dar testimonio con paciente perseverancia del Señor resucitado y de la victoria de la vida sobre la muerte. Una mención especial reservo para la gente de Yemen, sobre todo para los niños, exhaustos por el hambre y la guerra. Que la luz de la Pascua ilumine a todos los gobernantes y a los pueblos de Oriente Medio, empezando por los israelíes y palestinos, y los aliente a aliviar tanto sufrimiento y a buscar un futuro de paz y estabilidad.

Que las armas dejen de ensangrentar a Libia, donde en las últimas semanas personas indefensas vuelven a morir y muchas familias se ven obligadas a abandonar sus hogares. Insto a las partes implicadas a que elijan el diálogo en lugar de la opresión, evitando que se abran de nuevo las heridas provocadas por una década de conflicto e inestabilidad política.

Que Cristo vivo dé su paz a todo el amado continente africano, lleno todavía de tensiones sociales, conflictos y, a veces, extremismos violentos que dejan inseguridad, destrucción y muerte, especialmente en Burkina Faso, Mali, Níger, Nigeria y Camerún. Pienso también en Sudán, que está atravesando un momento de incertidumbre política y en donde espero que todas las reclamaciones sean escuchadas y todos se esfuercen en hacer que el país consiga la libertad, el desarrollo y el bienestar al que aspira desde hace mucho tiempo.

Que el Señor resucitado sostenga los esfuerzos realizados por las autoridades civiles y religiosas de Sudán del Sur, apoyados por los frutos del retiro espiritual realizado hace unos días aquí, en el Vaticano. Que se abra una nueva página en la historia del país, en la que todos los actores políticos, sociales y religiosos se comprometan activamente por el bien común y la reconciliación de la nación.

Que los habitantes de las regiones orientales de Ucrania, que siguen sufriendo el conflicto todavía en curso, encuentren consuelo en esta Pascua. Que el Señor aliente las iniciativas humanitarias y las que buscan conseguir una paz duradera.

Que la alegría de la Resurrección llene los corazones de todos los que en el continente americano sufren las consecuencias de situaciones políticas y económicas difíciles. Pienso en particular en el pueblo venezolano: en tantas personas carentes de las condiciones mínimas para llevar una vida digna y segura, debido a una crisis que continúa y se agrava. Que el Señor conceda a quienes tienen responsabilidades políticas trabajar para poner fin a las injusticias sociales, a los abusos y a la violencia, y para tomar medidas concretas que permitan sanar las divisiones y dar a la población la ayuda que necesita.

Que el Señor resucitado ilumine los esfuerzos que se están realizando en Nicaragua para encontrar lo antes posible una solución pacífica y negociada en beneficio de todos los nicaragüenses.

Que, ante los numerosos sufrimientos de nuestro tiempo, el Señor de la vida no nos encuentre fríos e indiferentes. Que haga de nosotros constructores de puentes, no de muros. Que Él, que nos da su paz, haga cesar el fragor de las armas, tanto en las zonas de guerra como en nuestras ciudades, e impulse a los líderes de las naciones a que trabajen para poner fin a la carrera de armamentos y a la propagación preocupante de las armas, especialmente en los países más avanzados económicamente. Que el Resucitado, que ha abierto de par en par las puertas del sepulcro, abra nuestros corazones a las necesidades de los menesterosos, los indefensos, los pobres, los desempleados, los marginados, los que llaman a nuestra puerta en busca de pan, de un refugio o del reconocimiento de su dignidad.

Queridos hermanos y hermanas, ¡Cristo vive! Él es la esperanza y la juventud para cada uno de nosotros y para el mundo entero. Dejémonos renovar por Él. ¡Feliz Pascua!

 

En esta celebración eucarística, además de proceder a la consagración del Santo Crisma y a la bendición de los óleos que, si Dios quiere, utilizaremos durante el próximo año en la celebración de los sacramentos, los sacerdotes somos invitados a profundizar en el sentido de nuestra consagración al Señor mediante la renovación de las promesas hechas ante el Obispo y ante el pueblo de Dios el día de nuestra ordenación.

En las lecturas, que hemos proclamado, contemplábamos a Jesús, que se presenta como el ungido por el Espíritu para evangelizar a los pobres, curar los corazones desgarrados, anunciar la liberación a los cautivos, poner en libertad a los oprimidos, devolver la vista a los ciegos y proclamar el año de gracia del Señor. Cuando contemplamos la vida y la obra del Maestro, vemos que este programa lo ha cumplido a la perfección.

Con la misma efusión del Espíritu Santo en los sacramentos del bautismo, de la confirmación y, posteriormente, en la ordenación sacerdotal, los presbíteros hemos sido también ungidos y enviados al mundo para mostrar y ofrecer con obras y palabras a Jesucristo como el Señor de la historia y como el único salvador de los hombres. Sólo Él pueden ofrecer liberación y plenitud de sentido al ser humano en todas las circunstancias de la vida.

El papa Francisco, en la homilía de su primera misa crismal, nos recordaba a los sacerdotes que la unción no era para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardásemos en un frasco ya que se pondría rancio el aceite…y amargo el corazón. “Hemos sido ungidos, para servir al Pueblo de Dios; nuestro sacerdocio es, por tanto, ministerial, en el sentido más auténtico de la Palabra. El sacerdote es, ante todo, el ser para los demás. Por eso, la Iglesia y, de forma especial, el ministerio ordenado, vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusora”.

Ahora bien, la experiencia nos dice que sólo podremos ser para los demás y brindarles misericordia, si antes descubrimos que Dios nos precede con su amor eterno, un amor que se manifiesta ante todo en la muerte salvadora de Jesucristo. Sólo desde este amor primero, al que hemos de volver siempre, podremos desarrollar el ministerio presbiteral y experimentar la dicha de ser pastores que viven y actúan con el gozo de saberse amados, sin angustiarse ante el futuro.

Volver a este amor primero del Señor hacia cada uno de nosotros por medio de la oración, de los ejercicios espirituales y de la participación fervorosa en los sacramentos, tiene que ser nuestra constante preocupación para no olvidar nunca que somos llamados y enviados por Jesucristo. La conciencia de misión, el celo apostólico y el ardor misionero los pone El en nosotros. Nunca son el fruto de nuestros esfuerzos personales.

Las primeras manifestaciones de este encuentro con el amor de Dios han de ser la alegría y la paz que brotan en el corazón de quien se sabe querido, amado y perdonado por Él. Cuando la tristeza, el desánimo y el miedo se apoderan de nosotros es porque nos buscamos a nosotros mismos o confiamos más en los propios conocimientos y esfuerzos que en la fuerza sanadora de la gracia y en la acción constante del Espíritu Santo.

Jesús, que nos ha llamado a cada uno al ejercicio del ministerio, ha de ser siempre la referencia obligada para descubrir la voluntad del Padre, su querer para nosotros y para nuestro mundo en medio de las dificultades y oscuridades del momento presente.

Esto nos obliga a vivir y actuar con la convicción de que el mundo no lo salvan nuestras acciones o nuestros proyectos pastorales, aunque estos sean muy buenos, sino la fidelidad a la voluntad del Padre. Por lo tanto, hoy no basta tener fe, sino que es necesario vivir de la fe. Desde esta fe en Jesucristo, muerto y resucitado, quisiera compartir con vosotros el profundo dolor y la pena insoportable que produce en cada uno y en toda la Iglesia la ola de escándalos provocados por sacerdotes y obispos, de los que los medios de comunicación nos ofrecen noticias.

Pero, al mismo tiempo, como nos recordaba el Santo Padre recientemente: “¡No nos desanimemos! El Señor está purificando a su esposa y está convirtiéndonos a todos. Nos está haciendo experimentar la prueba para que comprendamos que sin Él somos polvo. Nos está salvando de la hipocresía y de la espiritualidad de las apariencias”.

La invitación a una nueva evangelización o a una nueva etapa evangelizadora es siempre actual en la misión de la Iglesia y, por tanto, en la misión de los presbíteros. Pero no podremos llevarla a cabo, si no nos identificamos y seguimos al Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas y que nos recuerda que sin Él nada podemos hacer, porque sólo Él es el camino, la verdad y la vida para llegar al Padre.

Pertenecemos a un Iglesia, que debe estar siempre en estado de misión para no enfermar por encerrarse sobre sí misma, buscando la comodidad o la seguridad. En esta salida constante al mundo para encontrarnos con los hermanos, especialmente con quienes viven en las últimas periferias existenciales, tenemos que revisar siempre la vivencia de la comunión entre nosotros y con los restantes miembros del Pueblo de Dios.

Sabemos muy bien que la comunión es un don que hemos de pedir confiadamente, pero sin olvidar que, para nosotros, los presbíteros, la comunión y la vivencia de la íntima fraternidad sacerdotal, tienen su origen y fundamento en el sacramento del orden y que, como todas las actividades ministeriales son, al mismo tiempo, “don” y “tarea”.

Si hemos recibido el encargo de cuidar de cada persona, con mucho más motivo hemos de cuidar de aquellos hermanos, a los que, en virtud de la ordenación, nos une un mismo vínculo sacramental. Hoy, más que nunca, es preciso que nos cuidemos unos a otros y que nos acompañemos para no caer en el individualismo, en la apatía y en el desánimo. No hemos sido ordenados para actuar como llaneros solitarios, sino como miembros del único presbiterio de la diócesis congregado en torno al Obispo.

Para acrecentar la comunión y para concretar la íntima fraternidad sacerdotal, hemos de favorecer mucho más las formas de vida común: la oración, el trabajo pastoral e, incluso, el tiempo libre. El Señor nos llama a todos los bautizados a hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión. El mismo ora por nosotros y con nosotros para que seamos uno con Él, como Él lo es con el Padre y solo a partir de este testimonio de comunión, el mundo podrá creer en Él como el enviado del Padre.

San Juan Pablo II nos recordaba en su día que esta vivencia de la comunión es imposible sin una espiritualidad de la comunión que, a partir de la contemplación del misterio trinitario, nos impulsa a acoger a cada hermano, no como un competidor, sino como alguien que nos pertenece. Sin esta espiritualidad y vivencia de la comunión, los organismos de comunión y las programaciones pastorales pueden ser máscaras que incapacitan para el cumplimiento de la misión evangelizadora.

Estamos celebrando el año Jubilar con motivo de los 850 años de la apertura al culto católico de nuestra Catedral y, al mismo tiempo, estamos dando los primeros pasos en la realización del Sínodo Diocesano. Estos dos acontecimientos eclesiales son un regalo de Dios para nuestra diócesis y para cada uno de nosotros, si actuamos desde la humildad, desde la comunión entre nosotros y desde la corresponsabilidad pastoral con todos los miembros del Pueblo de Dios.

Al pensar en el desarrollo de estos dos acontecimientos eclesiales, ante todo hemos de contemplarlos como espacios para escuchar la voz del Espíritu, para la búsqueda de la voluntad de Dios, para el discernimiento pastoral y para la vivencia de la fraternidad entre nosotros y entre los restantes miembros del Pueblo de Dios.

En el ejercicio de nuestro ministerio y en cualquier actividad eclesial, no debe faltar una mirada tierna y agradecida a la Santísima Virgen, la Madre de la misericordia, para aprender de Ella a ser misericordiosos con todos, comenzando por los que tenemos más cerca, por los fieles de nuestras comunidades y por los hermanos en el ministerio. Que María interceda por nosotros ante su Hijo y nos conceda abundantes vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.

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