'Siervos del amor'

Celebrar en España cualquier acontecimiento eclesial en este Año Jubilar Teresiano nos lleva a buscar en la palabra de santa Te­resa aquella luz que ella recibió para la Iglesia.

Ser ministro ordenado en esta Iglesia de Cristo en el corazón de Teresa es descubrirse como «siervo del amor», y haberle dado a Dios la honra (cf. V 11, 1-4). Es determinarse a ser pobres, no buscando en el ministerio el camino no solo para que no falte lo necesario, sino incluso lo superfluo. Olvidar que tal puesto no lo es para granjear privilegios. Abrirse a una voluntad que nos envuelve en esa realidad que es hacerse «siervos del amor». Alcanzar esta meta es fruto de una intensa vida de gracia, que nace de la propia determinación personal, abierta a Dios, y de saberse alentado por aquellos miembros de la Iglesia que viven el ministerio ordenado como una gracia para la iglesia. Descubramos desde santa Teresa estas dos facetas.

«Capitanes del castillo o ciudad» (CE 3, 2)

Acercarse a las páginas del Camino de Perfección en las que Te­resa desvela su propósito fundacional, «Orar por los capitanes de este castillo» (CE 3, 2), no siempre puede traducirse en una situa­ción idéntica a la nuestra, por ello su descripción, siempre viva y realista, se puede ampliar a momentos presentes, sin tergiversar su sentido. Quien duda de que teólogos y letrados lo estaban, como bien nos lo dice la santa, en las religiones. Eran ministros ordenados en el seno de las Órdenes religiosas. El impulso dado a la formación del clero a partir de Trento nos permite aplicarlo hoy a quienes en la Iglesia se preparan para el ministerio ordenado con una seria for­mación teológica. Solo así, entiende santa Teresa, se convertirán en ese brazo eclesiástico que valdrá más en la lucha, contra la herejía luterana tal y como se vivía en aquella Iglesia de Castilla, cuya co­rona ostentaba Felipe II, y que hoy lo es frente a un mundo ajeno al seguimiento de Jesús, por una vida verdaderamente evangélica. Nuestro tiempo necesita también ministros ordenados que puedan ser garantía para la Iglesia de una victoria frente a las realidades que destruyen la verdadera fe en nuestro mundo. No es presunción la que lleva a santa Teresa a lograr su intento, sino la convicción de que una vida retirada y contemplativa como la suya ha de asociarse en la oración a aquellos capitanes que ella entiende sirven a la Igle­sia con su arrojo en la batalla: «Pensáis, hijas mías, que es menester poco para tratar con el mundo y vivir en el mundo y tratar negocios del mundo, y hacerse como he dicho a la conversación del mundo, y ser en la interior extraños del mundo y enemigos del mundo y estar como quien está en destierro, y en fin, no ser hombres sino ángeles» (CE 3, 4). El proyecto teresiano no ha surgido como relámpago en una noche oscura, sino que ha sido largamente madurado. Aho­ra que comprende bien para qué las juntó el Señor, sabe también, pues fue su caso, que es la dinámica de una oración responsable, con fuerte determinación, la que puede llegar a forjar vidas autén­ticamente despegadas de sí y de las realidades de este mundo. No es de extrañar, pues, que se pida hoy en la Iglesia, que quiere ser verdadero misterio de comunión y vida, un serio compromiso con los pobres, nacido de un auténtico aprecio del desprendimiento y la pobreza. Es bueno recordar, de la mano de Teresa, que esta valo­ración de la vida desprendida de falsa honra y riquezas se alcanza como gracia y don de Dios.

«En el espíritu de la verdadera pobreza»

Conocer a fray Pedro de Alcántara le descubrió a Teresa el valor de la pobreza. Sin embargo, fue la gracia de una oración abier­ta a Dios —en la que Dios mueve su vida—, el desearla en su más hondo sentido, como una gracia que abre su vida a los demás, así le parece y lo confiesa al padre Pedro Ibáñez en la primera cuenta de conciencia: «Deseo de pobreza, aunque con imperfecciones; más paréceme que, aunque tuviese muchos tesoros, no tendría renta par­ticular ni dineros escondidos para mí sola, ni se me da nada, solo querría tener lo necesario. Con todo, siento tengo harta falta en esta virtud, porque, aunque para mí no lo deseo, querríarlo tener para dar, aunque no deseo renta ni cosa para mí» (CC 1, 16).

En este sentido el Concilio Vaticano II ha invitado a vivir esa pobreza voluntaria a los ministros sagrados: «Guiados, pues, por el Espíritu del Señor, que ungió al Salvador y lo envió a evangelizar a los pobres, los presbíteros, y lo mismo los obispos, mucho más que los restantes discípulos de Cristo, eviten todo cuanto pueda alejar de alguna forma a los pobres» (PO, n. 17).

Estas primeras inquietudes conciliares se vinieron a desarro­llar en la «opción preferencial por los pobres», que, como fruto del Espíritu, será uno de los grandes deseos pastorales de la Iglesia pos­conciliar. En este sentido el papa Francisco ha dedicado todo un apartado del capítulo cuarto de la Evangelii gaudium a los pobres y a la dinámica evangelizadora que resulta de un acercamiento a ellos, nacido como en santa Teresa del deseo de escuchar su clamor desde una profunda conversión en la oración al Dios de los pobres.

Es esta la gran lección de santa Teresa. No se acerca a los pobres desde unas meras inclinaciones de su afecto natural a los pobres, viene a ellos movida por esa oración que trae estos frutos: «Paréceme tengo mucha más piedad de los pobres que solía, tenien­do yo una lástima grande y deseo de remediarlos, que, si se mirase a mi voluntad, les daría lo que traigo vestido. Ningún asco tengo de ellos, aunque los trate y llegue a las manos. Y esto veo es ahora don de Dios, que aunque por amor de él hacia limosna, piedad natural no la tenía. Bien conocida mejoría siento en esto» (CC 2, 4).

Esta conciencia que brota del aliento del Espíritu que anima a la Iglesia es la que vuelve a recibir con renovado sentido la Iglesia de nuestros días, y con ella el compromiso de sus ministros. Sabemos, como nos dice el papa Francisco, que el corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres (EG, n. 197), de modo que esta op­ción percibida por la Iglesia se constituye en una categoría teológica. Esta inclinación tal y como nos lo puede venir a descubrir santa Te­resa nace de esa comunicación viva con el Señor. Toda acción ecle­sial en este sentido debe venir marcada por esta conciencia abierta a Dios, que nos permite superar los meros intereses demagógicos y economicistas. La fuerza del Espíritu ha de venir a mover también las macro-relaciones de los pueblos para impulsar una verdadera acción en favor de los pobres. ¿Y por qué no acudir a Dios para que inspire sus planes? Estamos convencidos de que partiendo de una apertura a la trascendencia podría formarse una nueva mentalidad política y económica que ayudaría a superar la dicotomía absoluta entre la economía y el bien común social (EG, n. 205).

Si en la sociedad de santa Teresa el compromiso por los po­bres inspirado por Dios despertaba en el corazón, tal y como ella lo testimonia, esa piedad para con los pobres, eso conllevaba el so­correrlos eficazmente; hoy, la Iglesia, y con ella sus ministros, se ve alentada a promover entre los hombres esas estructuras sociales que remedien la situación de tantos pobres en el mundo.