Elogio del sacerdocio ministerial

Por Rafael Amo

(Director de la Cátedra de Bioética de la Universidad Pontificia Comillas | Delegación de Ecumenismo de la Diócesis)

 

 

Un homenaje a los sacerdotes en el 25 y 50 aniversario de su ordenación sacerdotal

 

No corren buenos tiempos para los sacerdotes. Son muchas las dificultades presentes y todavía más oscuro su futuro. Parece que se hubiera formado la tormenta perfecta sobre sus cabezas.

 

1.- La tormenta perfecta

 

A mi juicio, serían al menos cuatro vectores los que confluyen sobre la vida de los sacerdotes y que pueden atormentarles.

 

a.- “No pido que los saques del mundo” (Jn 17,15).

 

En primer lugar, ejercer el sacerdocio en medio de un cambio cultural como pocos ha habido en la historia. Los cambios culturales no son de un día para otro, ni se producen unos cuantos por siglo. Todo parece indicar que, ahora sí, lo que se había venido fraguando en el siglo XX, ha culminado en un cambio de época en estos comienzos del siglo XXI. Sería largo de describir, pero a efectos del sacerdocio ministerial creo que son dos los puntos que más le afectan: la vieja secularización que no afloja y la fuerza de la autonomía. Entendiendo aquí por secularización la pérdida de relevancia social de la religión y con ella de los sacerdotes. No es que se añoren los tiempos del nacionalcatolicismo en los que el sacerdote era venerado, yo no los he conocido; pero es verdad que la pérdida de relevancia de lo religioso provoca la sensación de vivir en un mundo al que no le importas para nada o para el que eres una reliquia de otros tiempos. Por otra parte, todos somos hijos de nuestra cultura que empuja al individualismo y a la búsqueda de tu camino en solitario. Es el malestar de la cultura de nuestro tiempo. Pero ser hijo de la Iglesia es aceptar vivir en una familia en la que la Tradición es fundamental. Conjugar el mandato cultural de ser tú mismo y elegir tu vida con la naturaleza eclesial no es sencillo.

 

b.- “En persona de Cristo Cabeza” (LG 10).

 

El segundo elemento son los vaivenes en la comprensión teológica de la relación entre sacerdocios. En mis años de seminario, quienes me formaron venían de la lucha por aclarar la naturaleza de la identidad sacerdotal. Todavía resonaban hace veinticinco años los casos de sacerdotes que habían trabajado en el mundo obrero u otras actividades propias de laicos para acercar la imagen del sacerdote a la gente. Sin embargo, ahora el péndulo está en la otra parte, y algunos se empeñan en que los laicos asuman el papel de los sacerdotes. En ambos casos lo que no se tiene claro es la naturaleza del sacerdocio ministerial y su relación con el sacerdocio común; y en medio de estos vaivenes los sacerdotes nos vemos un tanto zarandeados.

 

c.- “Uno de vosotros me va a entregar” (Mt 26, 21).

 

El tercer elemento lo conforma la traición de algunos y el encubrimiento de otros. Es muy duro oír los actos de abuso de muchos sacerdotes sobre niños y niñas. Estos abusos han minado la confianza del Pueblo de Dios, y de la sociedad en general, sobre los sacerdotes. En algunos casos se siente la mirada punzante de quien generaliza y piensa que todos los sacerdotes somos iguales. También duele el encubrimiento; quizá duela más. Todos somos débiles, pecadores y podemos tener enfermedades mentales que nos impulsen a los más abyectos actos y pecados. Incluso puede que en algunos casos hayan sido encubiertos con la voluntad de no dañar la imagen de santidad de la Iglesia, pero también ha habido encubrimientos culpables. Todo esto pesa como una losa sobre los sacerdotes, porque si para un cristiano es doloroso, más lo es para otro sacerdote. Es tanto como si descubrieras que tu hermano es un depravado y parte de tu madre la Iglesia, a quien has dado la vida, una consentidora del mal.

 

d.- “La mies es mucha y los obreros pocos” (Mt 9, 37).

 

El cuarto elemento es la falta de vocaciones que oscurece el futuro de la vida de los sacerdotes. Entristece bastante saber que la forma de vida que te ha hecho feliz no está de moda y que el trabajo que has hecho en toda tu vida se puede quedar sin continuidad. Además, los sacerdotes más mayores sienten que no tienen jóvenes a los que tratar como hijos y transmitir el acervo de sabiduría de su experiencia. A este panorama general de la Iglesia hay que añadir que en nuestra diócesis el elevado número de abandonos del sacerdocio por muchos compañeros en los últimos años ha dejado el presbiterio muy mermado.

 

2.- Os daré pastores según mi corazón (Jr 3, 15)

 

A pesar de estos indicadores más o menos sombríos sigue vigente la profecía de Jeremías que Juan Pablo II puso en el centro de la formación sacerdotal hace veintinueve años: “Os daré pastores según mi corazón” (Jr 3, 15). Para quienes entonces estábamos en el seminario estas palabras se hicieron cotidianas y con ellas una forma de entender el ministerio sacerdotal que estos veinticinco años no han hecho más que confirmarme.

El sacerdocio ministerial es un don de Dios, pero para el Pueblo de Dios; para quien recibe la llamada es más bien una tarea exigente. Por eso en los relatos de vocación los profetas siempre ponen excusas (Jeremías dice que no sabe hablar porque es un niño [Jr 1, 6]; Amós dice que es un simple pastor y cultivador de higos [Am 7, 14]).  Todos rehúsan inicialmente la llamada porque saben que Dios “recoge donde no siembra” (Mt 25, 24).

Nunca he compartido la insistencia desmedida en que el sacerdocio ministerial es un don, un regalo, para el individuo que lo recibe, porque creo que conlleva la idea de una predilección de Dios sobre el sacerdote difícilmente justificable y el peligro de generar una psicología que puede parecerse a la del fariseo frente al publicano: “Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás hombres” (Lc 18, 11). No tengo que embarrarme en las tareas de formar una familia y afrontar las dificultades de la convivencia con mi mujer, ni educar a mis hijos. Tampoco tengo que vérmelas en un mundo laboral competitivo y cruel. Gracias porque me has elegido para una vida tranquila.

El sacerdocio ministerial es un don de Dios a su Pueblo por muchos motivos. Fundamentalmente porque sin él no habría Eucaristía, el sacramento que hace a la Iglesia y que es centro y culmen de la vida cristiana. Pero en estos veinticinco años de ejercicio del sacerdocio ministerial no me ha abandonado la convicción del carácter cuasi sacramental de la vida diaria del sacerdote, tal y como afirma la oración de ordenación: “Renueva en sus corazones el espíritu de santidad; reciban de Ti el segundo grado del ministerio sacerdotal, y sean, con su conducta, ejemplo de vida” (Ritual de órdenes, Ordenación de presbíteros, n. 22). Dicho de otro modo, la sola existencia de un sacerdote y su día a día, desde lo más humilde a lo más sublime, es signo de la presencia de Dios en su Pueblo. Esto es posible porque, “Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida por ti y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y así dan testimonio constante de fidelidad y amor” (Prefacio I de las ordenaciones). La entrega al Pueblo en el día a día, en la sencillez de la vida diaria -como María en Nazaret- va configurándolo como otro Cristo; y la configuración con Cristo le empuja a la entrega al Pueblo.

 

3.- Las razones del elogio

 

Estas exigencias, logradas en mayor o menor medida, en cada uno de los sacerdotes, son las que hacen elogiable el sacerdocio ministerial, son las que lo hacen que admirable.

 

a.- “Tomado de entre los hombres y puesto al servicio de Dios en favor de los hombres” (Hb 5,1).

 

El sacerdote antes que nada debe ser un hombre, un hombre íntegro, un hombre maduro. La madurez psicológica es fundamental para el ejercicio de sacerdocio. Tiene entre manos cosas sagradas: la Eucaristía, la Palabra de Dios, etc. y también la conciencia de las personas que se la confían. Ha de entrar en el terreno sagrado de las personas, y hacerlo como aquel en el que Moisés se descalzó (Cfr. Ex 3, 5); y no entrar por pura curiosidad sino porque las personas le invitan. Por eso debe ser una persona madura, y no es fácil. Su modo de vida, incluida su opción por el celibato, en este momento cultural -aunque también en todos- le hace ser una persona contracultural, y madurar contracorriente no es sencillo.

Y es un hombre para el Pueblo. El sacerdocio nunca es para uno mismo, siempre es para el Pueblo de Dios. Su existencia está expropiada: “Recibe la ofrenda del Pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor” (Ritual de órdenes, Ordenación de presbíteros, n. 26). Este mandato recibido en la ordenación sacerdotal obliga a la encarnación en el Pueblo, pero sin olvidar que ha sido tomado de entre los hombres. Obliga a conocer y comprender los modos de vida y los problemas reales de las personas para poder hablar en su nombre delante de Dios. No podemos estar hablando del cielo sino conocemos bien la tierra, y viceversa. El papa Francisco lo ha resumido metafóricamente en su célebre expresión de ser pastor con olor a oveja que, en nuestra diócesis, además puede ser real.

 

b.- “Los llamó para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 14-15).

 

La vida de un sacerdote tiene estas dos caras inseparables porque es imposible predicar, hablar de la alegría del Evangelio, si no vives cerca de Jesús. La predicación de la Palabra que se hace de muchas formas (homilías, catequesis, clases, gestión parroquial, el testimonio, etc.) supone ver más allá de las miradas sociológicas o científicas de la realidad y descubrir la historia de salvación que Dios prepara para su Pueblo. Una mirada que se ejercita en muchas horas de oración litúrgica y personal. Solo con esta mirada, como la de Balaam “el varón de los ojos abiertos” (Num 24, 2), el sacerdote ve donde otros no ven, y puede ser el pastor que guía al Pueblo por las cañadas oscuras de la historia.

Esta visión se alimenta de una especial intimidad con Jesús, como la que narran las páginas de la Última Cena entre Cristo y sus discípulos. Intimidad de amistad en la que Jesús comparte lo que le ha dicho su Padre (Cfr. Jn 15, 15). Pero no es una intimidad intimista, es una intimidad misionera: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?” (Jn 13, 12), les dice tras lavarles los pies: haced vosotros lo mismo (Cfr. Jn 13, 14). Que es tanto como repetir las palabras de la parábola del buen samaritano “anda y haz tú lo mismo” (Lc 10, 37): sirve a tus hermanos y enséñales el camino de la misericordia. Es la caridad pastoral de la que hablaba la Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis (Cfr. n. 23).

 

c.- “Hay más alegría en dar que en recibir” (Hech. 20, 35).

 

Por la vivencia de estas exigencias, en la vida del sacerdote se hace realidad la paradoja del amor cristiano: que olvidándose de sí mismo, cargando con su cruz y caminando tras las huellas de Jesús (cfr. Mt 16, 24), viviendo por y para los demás, con las evidentes dificultades de todo tipo de llevar una vida expropiada; se recibe el don -este sí, personal- de una serena y profunda alegría.

Darse a los demás es compartir su caminar, poner sus problemas en primer lugar, hacer propio el horizonte del otro, compartir sus angustias, hacerse uno con su llanto. Vivir dándose a los demás, como exige el sacerdocio ministerial, es fuente de una profunda, serena y, para muchos, extraña alegría.

 

3.- La oración del Pueblo de Dios

 

En conclusión, la exigencia de vida que conlleva la llamada de Dios al sacerdocio ministerial, y la tarea consiguiente, necesitan del esfuerzo del llamado. Pero no podemos olvidar que el sacerdocio ministerial es un don para el Pueblo de Dios y que sin la oración de la Iglesia nunca podrían llevarla a cabo. María, la madre de los sacerdotes, y José, custodio de Jesús, son los intercesores eficaces que lograrán del Padre los pastores según su corazón.

 


 

Oh María,

Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes:

acepta este título con el que hoy te honramos

para exaltar tu maternidad

y contemplar contigo

el Sacerdocio de tu Hijo unigénito y de tus hijos,

oh Santa Madre de Dios

Pastores davo vobis

 

[Para San José], “como para todo sacerdote que se inspira en él para su propia paternidad”, “custodiar significa amar con ternura a quienes nos han sido confiados, pensando ante todo en su bien y en su felicidad, con discreción y con perseverante generosidad”.

 

Francisco, Audiencia al Pontificio Colegio Belga, 18 de marzo 2021