Por Jesús de las Heras
(sacerdote y periodista)
Cracovia, la histórica capital polaca y su actual segunda ciudad, cuna de san Juan Pablo II, el creador, en 1985, de las Jornadas Mundial de la Juventud (JMJ), ha albergado una hermosísima JMJ, en la que tanto las citas ya tradicionales y tan consolidadas en estas convocatorias como sus actualizaciones y novedades se han fusionado espléndidamente para ofrecer a la Iglesia y a la humanidad un extraordinario testimonio de alegría, de fe y de esperanza.
Las JMJ son como un río de vida cristiana y de gracia. A Cracovia se llegó de Río y a Río de Madrid y a Madrid de … y así sucesivamente; y de Cracovia ahora se irá a Panamá. ¿Con qué finalidad? Celebrar la alegría de la fe, potenciar la identidad cristiana, tender puentes humanos de fraternidad, testimoniar la misericordia, hacer pública y joven profesión de la fe en Jesucristo y de la pertenencia eclesial de nuestros jóvenes y, así, contribuir a una humanidad mejor.
Retornando a esta JMJ, la misericordia ha sido el hilo conductor, la columna vertebral de esta trigésimo primera JMJ, la décimo tercera de carácter internacional. La misericordia, sí, y la presencia e impronta del Papa Francisco, quien, además, ha visibilizado que el don de las JMJ no es un recuerdo del pasado, sino una realidad, una gracia de Dios, para todos, con un brillante presente (más de dos millones de personas, la inmensa mayoría jóvenes acabaron dándose cita en Cracovia) y con una prometedora vocación de futuro.
Y es que, en efecto, esta poderosísima y fecundísima realidad eclesial que son las JMJ es una generosísima siembra de un mundo mejor. Ese mundo y humanidad que han de labrar y servir las jóvenes generaciones, a las que los adultos han de mirar con esperanza y confianza.
El trágico mes de julio (los atentados de Niza y de Normandía, en Francia, los tres atentados menores en Alemania, el fallido y confuso golpe de Estado en Turquía, la letal irrupción de un perturbado mental en una centro de discapacitados en Japón, la violencia asesina que no cesa en Irak, Afganistán y otros países asiáticos y la crisis de los refugiados y la indiferencia e insolidaridad con que son considerados) ha estado muy presente en la JMJ 2016 Cracovia. No podía ser de otro modo. Nada humano le debe ser ajeno a la fe cristiana, una fe siempre concreta, encarnada, real, comprometida, operativa, transformante y transformadora.
La situación recién descrita interpela y apremia, pues, a la toma de conciencia de que nuestra humanidad, a pesar de sus tantas y tantas luces, dista mucho de ser el mundo perfecto y autosuficiente, en que, singularmente en Occidente, creemos vivir. Necesitamos, seguimos necesitando y urgiendo, un mundo mejor, más justo, más de todos, más de Dios y con Dios.
Ante todo ello, los cristianos -y en particular los jóvenes cristianos- estamos llamados y hasta obligados a aportar la luz y la savia de nuestra fe. No hemos venido a este mundo «a “vegetar”, a pasarlo cómodamente, a hacer de la vida un sofá que nos adormezca; al contrario, hemos venido a otra cosa, a dejar una huella», recordó e interpeló Francisco a los jóvenes en la vigilia. «Y nuestra respuesta a este mundo en guerra tiene un nombre: se llama fraternidad, se llama hermandad, se llama comunión, se llama familia», apostilló en otro momento.
Una de las ideas más repetidas por el Papa en la JMJ 2016 Cracovia ha sido la de llamar a los jóvenes a construir puentes humanos en pro de una nueva fraternidad y humanidad, donde al odio y a la violencia no se responda con la misma moneda, donde otra economía con auténtico rostro humano sea factible, donde la acogida y la integración abran caminos a la superación de las exclusiones, de la rivalidades, de los muros y de los bloques. Puentes humanos y fraternos, en suma, que expresen y hagan real la misericordia que el Dios misericordioso quiere que caracterice la vida de sus hijos, los hombres y mujeres de toda raza, credo, lugar y condición.
Esta siembra y compromiso por un futuro mejor -una de las claves de la identidad de las JMJ- se visibiliza también con su nueva convocatoria internacional para dentro de tres años y que tendrá a Panamá como escenario. Este pequeño país latinoamericano, con una economía competitiva, aceptablemente posicionado en índices de desarrollo humano, tiene, sin embargo, un elevadísimo porcentaje de paro juvenil. Panamá, enclavada, por otro lado, en el istmo que une a América Central y con la del Sur y cuyo célebre canal facilita la comunicación entre los océanos Atlántico y Pacífico, es en sí misma un símbolo poderoso de la necesidad de tender puentes, de construir fraternidad y de abrir caminos a las jóvenes generaciones cristianas.
¿Te apuntas, tengas los años que tengas, a esta aventura? Con palabras del Papa Francisco, deja el sofá de la comodidad, del cansancio o del derrotismo y ponte las botas bien pretes para salir a las encrucijadas y a las periferias de la vida y de tu vida. No te pertreches de casi nada: solo de misericordia y de esperanza.