El sastrecillo

Por José Ramón Díaz-Torremocha

(Conferencias de San Vicente de Paúl de Guadalajara)

 

 

Como me lo contaron, lo comparto. 

Los miembros de su Conferencia le adoraban y no sin cierta ternura, le llamaban así por haber ejercido esa profesión a lo largo de su vida laboral y ya con muchos años, seguir “al pie del cañón” con una valentía y entrega que daba ejemplo a otros mucho más jóvenes que él. Le conocí sólo de lejos. Era pequeñito y parecía como frágil. Pero sin embargo tenía una enorme vitalidad…….además de una gran Fe. Era muy amante de María, como suele acontecer entre los vicentinos. 

El amigo que me lo contaba, que me hablaba con pasión de Inocencio y de su historia, cuando éste ya había pasado a su segunda vida, a la Vida al lado del Buen Pastor, (de lo que toda la Conferencia estaba convencida), había estado con él en sus últimos momentos. 

Me contaba cómo Inocencio, fiel siempre a la “Pilarica”, a la Virgen del Pilar de Zaragoza, dé la que era gran devoto, no desaprovechaba ocasión para servir a sus consocios y a las familias que visitaba. Cuando en la Conferencia se hacían los “lotes” para ayudarlas, (la historia es de mediados de los años sesenta, cuando tantas familias necesitaban ayudas perentorias), el primero en sudar en verano o pasar frío en invierno haciendo paquetes era él. A pesar de que sus consocios, cada vez le instaban con más insistencia a dejar los trabajos más duros para los demás, para los más jóvenes. Pero no hacía el menor caso. Solo sonreía, como disculpándose, y seguía trabajando. 

Llegada la hora de llevar la ayuda a las familias, jamás consentía en que quien le acompañaba como pareja, portara las bolsas sin hacerlo él con la más pesada, la más incómoda. Anunciaba: “si quiero seguir al Señor que siempre busca entregarse a nosotros ¿cómo voy yo a descargarme de la parte de entrega que Él me pide?” Eran argumentos difícilmente rebatibles. 

Contaba mi amigo, su pareja de visita de  varios años que, en más de una ocasión ante un desgarro observado en la ropa en alguno de aquellos que ayudaba, no vacilaba en coger aguja e hilo y arreglarlo a la vez que con sonrisa pícara decía: “¡de esto sí que sé!” A veces, tomaba medidas a alguno de sus amigos en necesidad y en su casa, confeccionaba la prenda que entendía que necesitaban y a la semana siguiente, aparecía con una prenda nueva como si fuera lo más natural del mundo y sin darle la menor importancia. Le había costado horas de trabajo, incluso de sueño y dinero, pero le llevaba lo que necesitaba a aquel que era su amigo. Aquel en el que quería ver el rostro de su Salvador. 

Contestaba Inocencio con naturalidad, sin beaterías decía mi amigo, a aquellos consocios que con ternura le recriminaban que no se cuidara más, “que si Dios no puede estarse quieto sin mostrar su vida divina y su compasión ¿quién era él para no intentar seguir el mismo camino?” “El camino del amor” concluía. 

Superaba los ochenta y cinco años y su salud se resquebrajaba. Le costaba trabajo seguir con su costumbre de portar las bolsas de ayuda de mayor peso como siempre se había impuesto. Aceptaba que fuera su compañero de visita, bastante más joven que él, quien lo hiciera. Pero eso sí: no dejaba de trabajar para sus amigos en necesidad con su aguja e hilo y su saber. 

Sus caminatas a la casa de los que sufrían, eran cada vez más lentas y trabajosas. Pero seguía yendo allí donde le necesitaban. Sirvió hasta el último minuto de su vida. Hasta el último minuto, literalmente. Exactamente. 

Un sábado, caminando hacia una visita con su consocio de tantos años, se paró y se apoyó un poco en la pared de una casa del recorrido. Su acompañante, preocupado, sugirió sentarse un momento en un banco de una plaza cercana. Lo aceptó. Se sentaron. Estuvieron un ratito de charla sobre las bondades de Dios, recordaba emocionado mi confidente consocio y amigo. Parece que Inocencio decía hablando de Dios: “…su propia razón de ser es regalarse a Sí mismo, con toda su ternura infinita….” “Por eso hemos de acompañarle hasta el último aliento”. 

Quedaron un momento en silencio pues se notaba que su cansancio iba en aumento. Incluso había cerrado los ojos unos instantes buscando reponerse. De repente, los abrió y miro al Cielo diciendo “se ha fijado lo bonito que está hoy el Cielo, querido consocio”. Después pareció derrumbarse. Se habría mareado, pensó su amigo y las personas que se acercaron a ayudarle. No. No se había mareado. Sentando en aquel banco, caminando para servir a alguien que sufría, había pasado a la otra Vida. A la de verdad. Fueron inútiles los socorros. 

Mi amigo recordaba dos últimas anécdotas de Inocencio. Una la emoción que le embargaba cada vez que en una visita, encontraba a algún amigo en necesidad, con la ropa confeccionada por Inocencio. 

La otra, la otra es de las que impactan y que cuento como me la contaron. 

Su compañero de visita, repito lo dicho: consocio muy querido y de muchos años haciendo pareja con él, contaba que aquella noche y aseguraba con vehemencia que no era un sueño, vio a Inocencio que le decía: “¡Por fin he llegado! ¡Estoy con Ella!” 

Todos los consocios, yo incluido cuando escuché la historia, creímos como lo más probable que la impresión sufrida, le hubiese provocado aquella ensoñación.   

Todo debió tratarse de un simple sueño. Precioso. Pero un sueño

 

¡O no!

 

Solo el Buen Dios lo sabe y también, aquella Madre a la que Inocencio se encomendó todos y cada uno de los días de su vida terrenal.

 

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