Apestados. El pozo de la esperanza

Por José Ramón Díaz-Torremocha

(Conferencias de San Vicente de Paúl de Guadalajara)

 

 

Tenían la seguridad de una vida que sería siempre de sufrimiento. Nadie los miraba y mucho menos se detenían a hablar con ellos y jamás se interesaban por su estado. Simplemente les huían: ¡eran leprosos! Eran apestados.  Procuraban ser invisibles para aquellos que los martirizaban con cualquier pretexto en cuanto se les acercaran. 

Formaban parte de una población como a 40 minutos de Maputo, de la capital de Mozambique, en la que me hablaron de la Conferencia que actuaba en aquel poblado y lo bien que lo hacían. Me contaron todo lo que estaban consiguiendo. Déjeme el amable lector, situarles en el lugar pues, afortunadamente para mí, se empeñaron en enseñármelo. En hacerme conocer la población. En cuanto accedí, sin dilación, me llevaron. Allá nos fuimos. 

A través de un camino de tierra, que no alcanzaba la categoría de carretera, casi ni de vereda, arribamos al asentamiento de un gran poblado de pequeñas “chabolitas” de lata y algo de “concreto” algunas (así definían aquellos consocios a los materiales de las mejor fabricadas),  que albergaba entre quince o veinte mil almas, (las estadísticas en África son complicadas), sin luz, ni agua y sin las más elementales instalaciones sanitarias. Entre todas aquellas personas, una Conferencia de San Vicente de Paúl, desplegaba su humilde  “servicio en Esperanza”.  Eran pobres consocios que apenas alcanzaban a sostener a sus familias, pero aun así sacaban de su exhausta cartera algunos “meticales” para atender a otros más pobres que ellos. 

Situación, la de esta carencia extrema de nuestras Conferencias, mientras en otras partes del mundo, sin excluir ni a Europa España, algunas otras Conferencias, acumulaban e invertían los “sobrantes” de su tesorería.   

La población, tenía en una especie de “apartheid” para el diez o el quince por ciento de su población solo unos años atrás. En aquel momento de mi visita, ya no. El motivo para mantenerlos apartados, estaba en que esos convecinos rechazados, eran leprosos. Nadie quería tratos con ellos y cuando se acercaban demasiado a los sanos, las piedras volaban en su dirección para alejarlos. Incluso para con aquellos que ya habían sido tratados por la Sanidad del País y o estaban curados o en vías de curación. Pero todo había cambiado gracias a la acción de los miembros de la Conferencia a través de un ingenioso sistema que ellos  habían “soñado” y puesto en práctica.    

Entre los consocios de la Conferencia, todos vecinos del poblado, había alguno que sabía bien que la enfermedad, guardando una buena higiene, era de difícil contagio. Durante años, los consocios establecieron contacto con aquellos enfermos y llegaron incluso a ser rechazados por los sanos que no veían bien aquella cercanía por lo que podía significar de peligro para ellos. Vivían los consocios una muy difícil situación: no podían abandonar a aquellos que más los necesitaban: los enfermos y tampoco podían vivir de espaldas a sus propios convecinos. ¿Qué hacer? ¿Cómo convencerlos de que no había tanto peligro si se mantenían unas pequeñas precauciones y que había también que tratarlos con caridad? Pues soñaron y pusieron en práctica su sueño. 

El poblado carecía de agua corriente, como ya he señalado más arriba. Se abastecían a través de camiones cisterna de agua que venían desde la capital y que aun siendo el precio por litro bastante barato, para las economías de los pobladores, era un capítulo de gasto excesivo. Alguno de los consocios, señaló que en tiempos pasados, se había estudiado la situación y sabían que estaban asentados sobre un importante caudal de agua potable. Comprendían que la solución estaba clara: la construcción de un pozo que les suministrara esa agua que tanto necesitaban. Pero era muy caro para sus pobres fuerzas. Sin embargo, conocían que, allá en París, el Consejo General de las Conferencias, a veces, cuando podía, hacia frente a peticiones razonadas de cualquier Conferencia en el mundo. Dicho y hecho, se pusieron a ello y enviaron una propuesta para la construcción de un pozo del que obtener el agua tan necesaria en el poblado y desde París: ¡contestaron afirmativamente! Tardarían más o menos. Pero tendrían su pozo. ¡Habían soñado! Y habían puesto su sueño en marcha. 

Mientras los técnicos perforaban la tierra buscando el agua, observaron que lograría solucionar uno de los problemas más graves del poblado. Pero……..había aún otro igual de grave: la convivencia con aquellas personas que eran rechazadas: los leprosos en vías de curación. No están contentos con lo obtenido los consocios. Como todo lo que se hace por Amor a Dios y de Dios, siempre parece poco. Querían más. Volvieron a soñar y los sueños les ayudaron, como ocurre siempre que actuamos en nombre de la Caridad de Cristo y oramos en comunidad, les ayudaron a convencerse de que somos capaces de ser capaces cuando trabajamos por los otros. Por los que sufren. Y lo fueron. 

Cuando el pozo se hubo acabado, cuando ya los vecinos preguntaban por el día en el que comenzaría el suministro, nuestros consocios anunciaron que, para cubrir los pequeños gastos de explotación, haría falta algún empleado que cubriera el servicio del suministro del agua desde la mañana hasta el atardecer. 

El final del sueño era que esos empleados que cubrieran la jornada, se contrataran entre los leprosos en tratamiento y en vía de curación. El costo por litro, era exactamente el cincuenta por ciento de lo que pagaban a los del camión cisterna y aún quedaba algún dinero para la conservación de la maquinaria y asegurar diariamente, que esta seguía siendo potable. 

Se organizó la protesta que pueda suponerse y durante los tres primeros meses, nadie que no fueran los consocios miembros de la Conferencia o sus familias, nadie, acudió a comprar el agua servida por un leproso que por turno riguroso le daba a la manivela del grifo que la suministraba. Mientras, el poblado seguía con verdadero interés, las posibles consecuencias para la salud de “aquellos locos” que compraban agua suministrada por enfermos. Entre risas, me contaba el Presidente de la Conferencia, que nunca se había sentido tan “vigilado”. Tan observado y con tanto amigo que se preocupaba de su salud. Bien es verdad, aseguraba aquel bendito, que le preguntaban desde lejos. 

Con esa observación, alguna familia, pasadas las primeras semanas y viendo que no enfermaban los que la compraban, con timidez, pensando en lo que se ahorraban,  empezaron a acercarse a comprarla. Los demás seguían dudando y poco a poco, los compradores, fueron aumentando. 

Se habían acercado al agua. Pero, sin darse cuenta, también se habían acercado al ser humano, al hermano, que estaba enfermo. Que sufría tanto por su enfermedad, como por el rechazo que provocaba. Evidentemente con precaución. Pero, poco a poco, casi sin darse cuenta, la percepción del poblado hacia sus convecinos enfermos, había cambiado. El pequeño grupo de humildes consocios, miembros de la Conferencia, lo había logrado: habían creído que con la fuerza de la oración comunitaria y su acción, serían capaces de ser capaces. Y lo fueron. Asistí a un pequeño rato de oración que ellos dirigieron que al ser realizado en portugués, pude seguir bien. Puedo asegurar al amable lector, que pocas veces he sentido en oración al Espíritu Santo tan cerca de aquel maravilloso grupo de seres humanos del que formaba parte por unas horas. 

Recuerdo mi emoción cuando, después de haber escuchado esta historia, un amigo leproso al que le faltaba parte de una pierna y una mano, de servicio aquel día de mi visita, me acercó un vaso de agua pues sin duda, dijo, tendría sed. Era un día caluroso y bochornoso y él, que había sido consciente de mi necesidad, me la estaba facilitando alguien que ya no era ni se sentía apestado. 

Creo que fue el trago de agua que mejor me ha sabido en mi vida.

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